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Si yo fuera barcelonista…

Setién y Bartomeu. Foto: FC Barcelona.

Es raro esto de ponerse en pieles ajenas. Esta semana lo intenté tras la debacle del Barça en Lisboa, empujado por la necesidad de comprender y luego analizar los entresijos de tan sonado fracaso.  Decidí por unos minutos ser culé —cosa difícil para mí en esta vida y en la siguiente, si es que la hay— y sufrir un poco el sinsabor del revés ante el Bayern, para descubrir al final que además de ser muy jodido caer eliminado de esa manera, la única fórmula para disimular la cicatriz es mediante una revolución inmediata y absoluta.

Cuando concebí estas líneas pensé emplear como título: “Si yo fuera presidente del Barcelona…”. Luego recapacité ante la certeza de que si yo fuera en realidad presidente del Barcelona, primero por el amor que debería sentir hacia la entidad y luego por vergüenza, ya habría dimitido. Sin embargo, aquí se atasca la primera petición que exige —casi suplica— la decepcionada afición azulgrana. El máximo dirigente Josep María Bartomeu es, quizás, el primer causante de la situación actual y, vilipendiado hasta el hastío por su propia parroquia, lejos de proponer soluciones o marcharse, ha decidido esconderse tras el velo del silencio.

Esto explica muchas cosas. Los clubes, a día de hoy, son instituciones complejas de manejar cuyo éxito está estrechamente supeditado a la competencia de los profesionales que los manejan desde los diferentes flancos: económicos, deportivos, comunicacionales. Sandro Rosell, que sin ser santo de la devoción de algunos sectores del barcelonismo y autor de dislates que todavía pesan en el Camp Nou (los términos del fichaje de Neymar, por ejemplo), dejó un hueco en la silla presidencial y con su nombre se fue también la sensatez y el dominio futbolístico que estableció el Barça durante años.

Yendo al corazón del asunto: muchos hemos tenido siempre dudas con respecto al futuro del conjunto de la Ciudad Condal tras la marcha o el retiro de Lionel Messi. A fin de cuentas, no parece tarea fácil llenar el vacío que dejaría quien es para un considerable número de hinchas el mejor jugador del mundo. Tener a Messi garantiza, ante todo, guardar la carta trampa, un as con el que cuentas tú y nadie más, un tipo que si se enfada agarra el balón en la una portería y termina en la otra. Pero Messi, además de ser uno solo, es un ser humano y los años ya le pesan.

El enano tiene la misma magia en sus botines de toda la vida, pero el físico no perdona y ya la curva de los 30 la dejó atrás hace tiempo. Si esto versara de estadísticas, quizás todo parecería normal. No son los números escandalosos de antes, pero al rosarino los goles todavía se le caen y en una temporada para el olvido de su equipo, sus guarismos ofensivos resultan deslumbrantes. Sin embargo, falta aquella chispa de antes que hacía que las defensas rivales temblaran de miedo. No obstante, si yo fuera barcelonista, y si fuera chino o macedonio o del Atalanta, querría siempre a Messi de mi lado. Por si acaso…

También, si no fuese mucho pedir, quisiera una dirección deportiva a la altura de un club de la élite, no un ex jugador llegado a los despachos con insuficiente experiencia y carácter para emplear bien los millones que le ponen en las manos. Las confecciones de las plantillas del Barça en las últimas campañas fueron el anuncio de una hecatombe como la que presenciamos el pasado viernes.

Lo dicho: dinero y éxito no son vocablos que deban ir necesariamente de la mano. Al final, ufanarse siempre de aquel eslogan de cantera sobre cartera hizo creíble durante años el discurso de que el Barcelona es “mes que un club”. Y sí que lo era, porque mientras otras potencias rascaban sus bolsillos y se halaban de los pelos para competirle a los catalanes, Guardiola llamaba a imberbes de la Masía que salían de los colegios a las canchas y encandilaban a Europa. Pero de esa etapa quedan solo recuerdos. La Masía hoy es una academia denostada por sus propios dirigentes y talento joven que emerge, talento joven que es vendido. Muchos temen ya por Ansu Fati, que tiene pinta de grande.

Habrá que ver si Bartomeu decide irse o cambiar el libreto. Traer a Setién fue otra de sus torpezas, creyendo acaso que el discurso apologista y la veneración del “buen juego” del cántabro traería de vuelta el espíritu de Cruyff. El primer error, querido Josep María, es pensar que el espíritu de Cruyff es tener un 70 por ciento de posesión en los partidos y cacarear el clásico estilo de la pelota como única vía para entretener y ganar. Los tiempos han cambiado y hasta el flaco habría visto con buen ojo la necesidad de transformar. El espíritu de Cruyff radica —perdónenme si me equivoco— en mirar de adentro hacia afuera y priorizar el talento propio por encima del brillo del mercado.

Ya lo sé, no soy culé. Por suerte, porque seguramente lo estaría pasando mal viendo a mi club con la moral hundida, humillado en el suelo donde debería cantar triunfos y levantar trofeos, por presupuesto y por historia. El Barça, más que el verbo elitista de Setién, necesita un técnico que llegue con pico, pala y overol dispuesto a sudar la camiseta y construir otra vez un estilo acorde con el tesoro que posee el club: La Masía. Guardiola, también desesperado en las islas británicas, parece el candidato ideal. ¿Segundas oportunidades serían buenas esta vez?

La frase:

“Lo único que yo hice en el Barça fue transmitir el aprendizaje de Cruyff y Rexach a las nuevas generaciones” (Pep Guardiola).