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Carta de (desde, por, sobre el) amor a Marta Valdés

Marta Valdés (guitarra) y Gema Corredera en el concierto que tuvo lugar el 26 de octubre de 2013 en el Centro Pablo, de La Habana.

Marta Valdés (guitarra) y Gema Corredera en el concierto que tuvo lugar el 26 de octubre de 2013 en el Centro Pablo, de La Habana.

Una lectora nos envía este texto del escritor cubano Reynaldo González, dedicado a Marta Valdés. Fue escrito en 1985, pero hacer justicia a la obra de la gran compositora y columnista de Cubadebate:

Señora, cuando en el silencio de la tarde y por dentro me resuena una de sus canciones, cualquiera de ellas, simplemente porque está de fiesta la imaginación, aflora una sabiduría íntima: usted ha trascendido el conocimiento placentero y ocupa un espacio en la sensibilidad popular. Nos ocurre a muchos: como bajando de una guagua o desprendiéndose de un portal acuden trozos de sus canciones, una frase, una melodía que creíamos olvidada, para acompañarnos un trecho del camino, enriquecernos y hacernos diferentes.

Existen, porque los reconocemos, una expresión y un timbre Marta Valdés, capaces de dar color y ritmo a nuestras introspecciones. Allí se habla de sensaciones sutilísimas, individuales pero colectivas, tan frágiles que hubieran perecido en ese hueco traicionero ¿será un escape de aire, una esquina no arquitecturada de la ciudad? que en la trivialidad y el hastío se ha tragado tanta vida exaltadora. Usted se propuso rescatar esas mínimas pero significativas joyas de la existencia, corporeizarlas en letra y música para compartirlas con su prójimo, y lo ha logrado en una trayectoria a veces soterrada pero siempre perdurable.

En los últimos treinta años, desde la ya tocada por la nostalgia y gangosa voz de Vicentico Valdés a los insondables graves de Elena Burke, más aportes de significación de Miriam Ramos, Alina Sánchez, Pablo Milanés o Argelia Fragoso, sus pedazos de vida me acompañan y contribuyen a fijar un poco de todos nosotros en esa caja de resonancia diferente que es la memoria musical. Del bolero llorón o guaposo déjenlo, como a la rosa: así es el bolero a la criolla de reminiscencias fundadoras, aquella de los trinos que anuncian la llegada del amor, del filin y sus acordes sorpresivos al poema-música con trasunto de contrapunteado jazz y balada ultramontana, su experiencia es la nuestra. ¿Por qué hablar solamente de un estilo o tendencia si la vida entró a borbotones en la piel, dejó su huella y nos transformó?

Usted trazó un puente frente a tanta prisa, vivió a la manera que sabe hacerlo, con el pálpito de su sensibilidad. Su música, esponja imantada, recibió tanto como emitió la sonoridad del tiempo sin perder autenticidad, pues reafirmó su presencia. Volvió, pero no para el olvido, no para el torpe anochecer. El resultado, sin que deseemos perder el más mínimo sonido anterior, es esta madurez de hoy, donde su canción, tan citadina como siempre, aúna el monte y la marisma como en nuestras playas la vegetación no huye de las olas. Usted nos habla del amor dolido y del impositivo, del trabajo y la distancia, exalta la amistad serena y el disfrute de la tarde para escapar de la resolana entre conversaciones tenues.

Síntesis de vida y arte, su trayectoria ha sido la del enriquecimiento por la experiencia, al asumir que se puede amar una nación en cada uno de sus habitantes, en la moldura de un mueble, en la presión de la gubia artesanal y en la suma de sorpresas que nos conforman y lanzan en perspectiva esperanzada. Si hallo que el paisaje y los olores del camino entraron en sus canciones, es porque intencionalmente dejó una ventana abierta.

Usted quiere nombrar todos los sueños, hacer una canción para que llueva, inventariar las maravillas y las torpezas, porque ama hasta las corrugaciones de un madero si ennoblecen al semejante. Ya no es el amor en soliloquio ensimismado, sino en la vía ancha de todas sus posibilidades. Con usted y con sus canciones llegamos hasta Horacio Ruiz, el artesano inadvertido en su taller de prodigios, del que salen en excursión pájaros deslumbrantes; seguimos la línea historiada del río San Juan hasta la eclosión de nieblas que es la bahía de Matanzas; nos inclinamos a poner una flor en la mano atormentada de José Jacinto Milanés; sentimos avidez por conocerle días venturosos al desventurado Plácido; interrogamos los desconchados de la Plaza Vieja y nos devolvemos al latente amor de cada día, tenso como una cuerda de violín, ingrato, esquivo, tierno, ignoto. Ya no es aquel amor rompecorazones, vencido por la injusta curva de los días. Tampoco es simplemente la nostalgia, sentimiento que suele tamizar la autoconmiseración y el miedo. Es uno y el mismo y otro amor, más solidario y verdadero.

Ha llovido sobre la bahía de su Habana desbordando el Malecón y esparciendo el salitre hasta la misma acera de la sombra, tan resguardada que se creía de los vientos cicloneros. Un removión de vida contaminó nuestro otro mundo. Y usted vuelve al amor que, en su comprensión, son las cosas más sencillas, poseedoras de una sabiduría intrincada y permanente. Ahora, estremecida de lluvias e ingratitudes, nutrida por la juntura noble de un mueble y una comida casera, conoce el diapasón amplísimo de que parten los vasos comunicantes con la apreciación colectiva. Porque usted está en el mundo, nos felicitamos. Sus canciones, que por suerte ya no le pertenecen, están en nosotros. Gracias.

La Habana, junio de 1985.