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¿Se perdió hasta el paripé?

moral

Hace poco salió a la luz el escándalo por fraude que hizo que miles de estudiantes de la enseñanza media en la capital cubana debieran repetir un examen de Matemática. CubaDebate se hizo eco de la noticia, y por insólito que todavía parece, la reacción de muchos lectores se expresó aprobando la actitud de los delincuentes. Esas y otras aprobaciones o legitimaciones me mueven, nuevamente, a sentar ciertos criterios que pretendo compartir y, ciertamente, confrontar:

Aunque suena popular, el término está aceptado por la Real Academia de la Lengua. También en Cuba, naturalmente, paripé es el ademán de, la pose de la acción, la figuración –por utilizar una palabra esbelta–. Hacer el paripé de algo, es hacer como que se hace el algo verdaderamente. Es simular, imitar, parecer.

Más allá del autoengaño, el acto de pretender la imagen de algo, aun asumir determinada postura falsa, supone una proyección “pública” en tanto no introspectiva, implica el cumplimiento de determinado compromiso frente al otro, la no violación de límites invisibles pero muy definidamente marcados (por lo menos así solían serlo), e implica, en fin, la coherencia con cierta norma establecida, aunque no necesariamente declarada como tal.

Puede que luzca como lo contrario, pero hacer el paripé cobra así un valor importantísimo. No si se compara con hacer realmente las cosas; o sea, que la pose corresponda al acto, que lo que parece sea lo que es. Pero definitivamente sí en comparación con no tener, en absoluto, que aparentar siquiera y estar en la capacidad perfecta de descuidar incluso las sacrosantas formas.

Proyectarse socialmente implica una noción determinada de lo que se representa para esa sociedad y de lo que esta representa para uno mismo. Así, a los efectos de la salud de la moral social, peor que robar, es robar y hacer el cuento del robo, estafar y hacer el cuento de la estafa, extorsionar y relatarlo también, no temer a testigo, a juez alguno, corromper(se) y estar cómodo, tranquilo con eso, calmado en la complicidad de la aprobación colectiva (o en apariencia mayoritaria), en el refugio tremendo de la legitimación de tales actos como, apenas, intentos de resolver, sobrevivir, escapar y hasta el glorioso luchar.

No hablo de aspiración a algún tipo de ortodoxia o dogma; mucho menos legitimo la simulación. Simplemente me alarmo ante el síntoma tremendo que hay en el hecho de que ya no solo se puede hacer las cosas mal: ahora no hay que aparentar que se hacen bien. Ya se puede ser, expresamente y a todas luces, inmoral. No basta con que los actos transgredan lo ético, la deontología, lo socialmente definido como correcto, sino que incluso es posible hacerlo y decirlo abiertamente, desconociendo lo que la norma condena (aunque, aparentemente, no sanciona ya). Es como si la criticada doble moral estuviera dejando de serlo, y se estuviera decantando, trágicamente, hacia la peor de sus variantes.

Es un fenómeno particularmente complejo, y posiblemente muy pocos estén en condiciones de tirar la primera piedra. En algún momento obedece a una estrategia de supervivencia, en respuesta a que ciertas estructuras están diseñadas de modo que no pueden, por fuerza, ser las únicas que operan. Y la lógica se impone, y crea otras redes de relacionamiento, con leyes propias, espontáneas, que no siempre se regulan de la mejor manera.

La norma no puede de ninguna manera contradecir la lógica, la compulsión natural de lo evolutivo, del desarrollo espontáneo de lo social. La gente, en efecto, tiene que vivir, y hará para eso todo lo que sea preciso. Pero nadie ha dicho el fin justifica los medios, no hay tal cosa como fin y medios aislados, como para que uno en determinado momento pueda justificar al otro: los medios son el fin, el fin es, en sí mismo, los medios hacia él. Así, no es posible aspirar a una vida digna mediante el robo, ni a la satisfacción de las necesidades propias a costa de la insatisfacción de las ajenas; de ninguna manera se llega a una vida cualitativamente superior en ejercicio de una lógica de egoísmo e indolencia.

Los tiempos cargan su responsabilidad, la miseria económica y la dosis de miseria espiritual que a veces la acompaña o que la usa como causa o determinación, instituciones sociales como la familia y la escuela, reguladoras de la conducta, los medios de comunicación, algo dentro de la gente misma, no sé realmente… es una lista inaprehensible.

En cualquier caso, ninguna circunstancia puede dar cabida a que se naturalicen prácticas que tocan profundamente las cimientes morales de la sociedad: robar, mentir, ser oportunista, prostituirse en todas las variadas acepciones: prostituir el cuerpo, prostituir el alma, prostituir el conocimiento propio o ser proxeneta del ajeno, comprometer principios que ya, de plano, dejan de ser tales. Hacer oferta al mejor postor y variarla en función de circunstancias e intereses.

Encima, ante el extremo que supone la pérdida terrible de, incluso, el paripé, quien no se une a la corriente peca de “pesáo”, de inadaptado, de retrógrado, anquilosado..., el común y feamente llamado “concientón”. Pepe Grillo no fue nunca tan vilipendiado y rechazado. Nunca tantas espaldas se volvieron hacia él. La consciencia es ahora mala consejera, se desoye y, por tanto, deja de ser. El inadaptado se queda solo, es aislado, condenado por los nuevos jueces y sus nuevas, pragmáticas, leyes.

Sin embargo, cuándo mejor ser fiel a principios que cuando todo alrededor invita a que se haga lo contrario. “Son pruebas” dirían los religiosos, y como tales deben ser tomadas, como desafíos a la firmeza del propio carácter, a la capacidad esencial de discernir, de decantar, de identificar los límites y saber preservar para sí algo puro, intocado, algo para salvarse, no ante los demás; sino, y sobre todas las cosas, para salvarse ante uno mismo.