Cuando la ciudad despierta y el silencio cede ante el bullicio, antes incluso de que el Sol asome, un enorme pulmón ya funciona en los talleres ferroviarios de Luyanó, en La Habana.
Decenas de hombres y mujeres respiran agitados mientras limpian la mugre que al cabo de uno, tres, decenas de viajes, contamina, deteriora y pone en peligro de extinción los vagones para pasajeros y coche motores de larga distancia del sistema cubano de transporte ferroviario.
Allí la vida siempre está apurada, siempre es intensa. De domingo a lunes, las 24 horas del día. Solo en el verano, pongamos por ejemplo, período en que se dispara la demanda de este servicio, pueden llegar a acondicionarse, pulirse, reestructurarse 20 ó 24 coches diarios, el doble de los 10 ó 12 que promedia cuando el flujo de cubanos exhibe indicadores corrientes.
Se trata de una flota obsoleta, sobreviviente a golpes de mandarria, de inteligencia de innovadores y racionalizadores; de una flota, encima, compuesta por cinco tipos de coche, esto es, cinco prototipos dispares: mexicano, alemán, francés, Fiat y Taíno, la mayoría sin piezas de repuesto ya ni en Cuba ni allende los mares.
En total, poco más de 40 coches, para cuatro pares de trenes.
Limpieza profunda le llaman los más de 500 trabajadores —cuya edad promedio frisa los 47 años—, a esta labor que solo se aplica en esta Unidad Empresarial de Base y comprende desde el fregado exterior y la revisión o reparación técnica del rodamiento de los coches, hasta, por increíble que pueda parecer, el montaje, una, dos, tres, ene veces de lámparas, muebles sanitarios, asientos, ventanillas deterioradas o hurtadas durante los itinerarios.
Y es que si el servicio gastronómico en el sistema de transportación de pasajeros por trenes, por mencionar el más sensible quizás, recibe críticas de los pasajeros con relativa frecuencia, tampoco en el cuidado y conservación de la técnica disponible logra buena nota la población cubana.
Almohadillas sanitarias sin envolver, desechos de alimentos y heces fecales, todos fuera del baño, pululan en los rincones de los vagones al final de un viaje, lo que por supuesto disminuye la esperanza de vida de los ya longevos coches, exagera y encarece los esfuerzos y la cantidad de recursos humanos y materiales para aplicar el acondicionamiento, y —lo peor— denuncia la escasa propensión de los pasajeros a corresponder, con su civismo, al esfuerzo en los talleres.