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¿Transporte público vs política cultural?

La Guagua. Foto: Kaloian

La Guagua. Foto: Kaloian

Prácticamente todos los ómnibus que circulan por La Habana poseen un dispositivo de audio que debía hacer más agradable, útil y culturalmente productivo el trayecto del viajero. También lo tienen los ómnibus interprovinciales, en los cuales hallamos con frecuencia pantallas de video.

En ciudades europeas, por ejemplo, ese dispositivo de audio cumple la función de anunciar al pasajero la próxima parada, las rutas de que puede disponer cuando descienda del ómnibus y otros detalles de su ubicación o dirección posible.

¿Qué ocurre en nuestros ómnibus con el uso de esos aparatos de audio y de video?

Pues que los conductores los emplean como su propio instrumento de recreación, sin que les importe si molestan o no a los pasajeros. Lo que debía ser un acto de servicio público, acorde con las políticas institucionales, se convierte en arbitraria, e impositiva, decisión personal. Su gusto, generalmente estandarizado por la difusión masiva con que las compañías de la industria cultural invaden los mercados del mundo, se impone a lo largo del trayecto. Los hay reguetoneros de la más febril actualidad, devotos del romanticismo light de la balada hispanoamericana, enfermos a la bachata latina de maniqueos argumentos y letras de construcción elemental, e incluso fanáticos de la mejor salsa cubana y centroamericana.

No se trata, sin embargo, de prohibir que se escuche todo tipo de música, de acuerdo con los gustos de cada cual, ni de estigmatizar géneros, corrientes y tendencias, sino de conseguir, de acuerdo con los gustos de cada cual, que nadie sea obligado a soportar aquella música que no le es de su agrado. En el ómnibus viajan personas de diversas edades y variados gustos, con intereses musicales disímiles que, por si no fuese suficiente, o se ven obligados a un constante forcejeo corporal por el hacinamiento, en el caso del transporte urbano, o a una prolongada permanencia en una misma posición, en el caso de los ómnibus interprovinciales. Como el cubano es musical casi por antonomasia, se sobreentiende que ese dispositivo viene que ni pintado para llenar el monótono tiempo del viaje con la música.

Y así se genera un mundo paralelo entre lo que difunde el transporte público y aquello que es parte del interés cultural de la nación. Y ello por organismos que son parte del entramado institucional del Estado. ¿No es hora, un tanto pasada, de un reclamo público al Ministerio de Transporte por su responsabilidad con las fisuras que está creando en la política cultural cubana? ¿No existe relación entre los valores humanos, artísticos y culturales en general, que con cuantiosos recursos y a pesar de todas las carencias, promueve el Ministerio de Cultura y aquellos que se desvirtúan cotidianamente en los forzados oídos del viajero? ¿Están capacitados los conductores de ómnibus, o los directivos de Transporte, para determinar la mejor forma de contribuir culturalmente al "feliz viaje" de sus pasajeros?

A mi entender, y dejando el espacio de alguna que otra siempre probable excepción, no están en condiciones de hallar por sí mismos soluciones. Y no tiene sentido incidir en la cuestión tratando de capacitarlos, con conferencias, charlas, "muelas" diversas o sofismas directivos que establezcan normas del tipo de "Debes poner música cubana", o "Solo música que no sea agresiva", etcétera. Es perfectamente posible cumplir con este tipo de requisito y continuar, al mismo tiempo, agrediendo la sensibilidad del ciudadano y, sobre todo, echando por tierra el arduo y difícil trabajo que en materia de política cultural se despliega desde las instituciones asociadas a los sectoriales y Casas de Cultura, a la Asociación Hermanos Saíz, la UNEAC y otras organizaciones y sociedades que a lo largo del país operan.

Si invertimos el caso, y llevamos al gremio de conductores de ómnibus, en uno de esos días en que celebran su balance final, una propuesta lírica como opción recreativa, no se cumpliría ningún objetivo aceptable, ni el de reconocer los valores del lírico ni el de satisfacer las necesidades eventuales de recreación de los choferes ni, siquiera, el de parecer personas medianamente normales. De igual modo, tampoco cumpliríamos objetivos concretos respecto a la política cultural si, en supuestas negociaciones interministeriales, se le entrega a Transporte un paquete de grabaciones variadas adecuadamente seleccionadas. Estoy convencido, por observación directa, de que en casos como esos los discos apenas serían usados, quedarían "casualmente" inservibles en muy poco tiempo, y hasta habría reacciones contra buena parte de los artistas escogidos.

La cultura debe fluir entre la sociedad por hechos de comunicación, por una necesidad, no por planes directos de imposición ni por gestiones de "convencimiento didáctico". Eso, más bien, hacen las transnacionales del entretenimiento, cuando financian la reproducción de sus discos y cantantes hasta saturar al receptor masivo y generar una especie de conformidad alienante con el producto que han puesto en el mercado. Lo curioso es que, del modo en que está ocurriendo con el transporte público, para no mencionar de momento la gastronomía y otros sectores de servicio, y como quien no quiere la cosa, se le hace el trabajo gratuito a las transnacionales mientras nos vamos serruchado nuestro propio piso.

La cultura socialista debe centrarse, por el contrario, en la comunicación, en la superación real de la dependencia del producto de moda, artificialmente reproducido por la industria cultural. Actuar sobre la base del consenso es también un modo de superación a través de la cultura, cuyo ámbito de incidencia no se reduce al arte, la literatura u otros actos de exhibición pública, sino también, y con igual importancia, a normas de comportamiento en circunstancias sociales de imprescindible intercambio y relación. De ahí que no sea raro presenciar lances hostiles entre los propios pasajeros del transporte público, e incluso amenazantes intercambios de frases y apotegmas de barrio entre conductores y usuarios. La mayoría, obviamente, responde a las constantes violaciones de las normas del trayecto, por parte de unos y otros y, por supuesto, al malestar que crea la desproporción entre la oferta y la demanda. Pero es también probable que estén estrechamente relacionadas las incidencias de reacciones violentas, y las violaciones, con el tipo de música que define el gusto de ese conductor. Basta observar en cuántos casos se da la coincidencia.

Existe, sin embargo, una sencilla solución, al menos respecto a la cuestión de qué música elegir para los dispositivos de audio: sintonizar una emisora de radio. Por nuestras emisoras, con altas o con bajas, la programación es variada, informativa, equilibrada, pensada y diseñada por profesionales del medio. En sus planes de acción se hallan informaciones y mensajes que acaso no serán consumidos por buena parte de esos mismos viajeros al arribar a casa. Más cerca de responder a las exigencias de la política cultural debe estar la programación radial que la espontaneidad caótica de los conductores de ómnibus, o que el voluntarismo institucional funcionalista.

En circunstancias como las actuales, cuando el hostigamiento externo y las carencias internas se agudizan, no es posible ignorar la falta de transversalidad del sistema operativo de los Ministerios e instituciones del Estado. Es una deficiencia cuyos costos serían recuperables solo a largo plazo y con nuevas, profundas y crecientes inversiones. No es admisible que, respondiendo a un mismo objetivo central: la construcción de una sociedad mejor, viable y sustentable hacia la dignidad humana plena, unas instituciones desvirtúen y echen por tierra el trabajo de otras. Es un asunto más serio que el acto de tomarlo con el mal llamado "espíritu deportivo" de un indolente sector funcionarial que, en numerosas ocasiones, desconoce las inconmensurables aventuras de viajar en guagua.

(Tomado de Cubarte)

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