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Víctor Mesa: La broma infinita

Celebración de los matanceros por la clasificación a semifinales. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate.

Celebración de los matanceros por la clasificación a semifinales. Foto: Ismael Francisco/Cubadebate.

La señora Inés luce algo cansada, pero hay partidos de béisbol que te borran la vida. La señora Inés cuida uno de los baños públicos del Victoria de Girón, pero el baño, al que le nace agua de algún boquete, parece un cenagal, sucio y fangoso. El trasiego interminable cubre los pasillos y las escaleras. La gente no repara en sus palabras y el hecho de pasar inadvertida a la señora Inés la desespera.

Nunca ha llevado este ritmo de trabajo. Antes, la serie terminaba en el juego noventa y la señora Inés se iba a su casa a descansar. Se dedicaba, tal vez, al cuentapropismo, a algún inofensivo negocillo ilegal, o a cuidar de los nietos y la familia. Pero ahora las jornadas, y sobre todo el rigor laboral, se han extendido. Se han complicado. Ha tenido que adaptarse, sobre la marcha, al ritmo frenético de las postemporadas y ha debido adquirir, también sobre la marcha, el carácter de los cuidadores de baños del Latino o el Guillermón Moncada.

Víctor Mesa llegó a Matanzas y le cambió la vida a la señora Inés. Ya no puede subir a las gradas y seguir los partidos, por malos que fueran. ¿Cuántas personas, en algunas de las series anteriores, podrían aglomerarse en uno de los baños del Victoria de Girón? Quizás, en el extremo de las coincidencias, unas siete u ocho. Un estadio al que por puro vicio asistían doscientos aficionados, no puede ser, en ninguna de las vidas, un estadio con urinarios congestionados. Un equipo perdedor no procrea disturbios en los exteriores porque los exteriores son como el atrezzo opaco e inservible de un teatro olvidado y oscuro.

Desde hace unos meses, el panorama ha variado sustancialmente, y aunque la señora Inés se queje, porque los fanáticos ya no le hacen caso, porque los play off son un martirio, y porque si cuida el baño no disfruta los partidos, a la larga termina por agradecer. No le queda otra salida. A ningún matancero cuerdo -o díscolo- le queda otra salida.

Ese séptimo juego contra Sancti Spíritus, el pasado 3 de mayo, en los cuartos de final de la pelota cubana, debe haberle trastocado el sentido a todos los trabajadores del Victoria de Girón. Pero a nadie -insistamos en ello- como a los cuidadores de baños. Ni siquiera a los policías. Porque el éxtasis no provoca indisciplina, sino tensión. Es decir, provoca nervios. Se hace necesario descompresionar. Cuando tal cosa sucede, se está uno trasladando, imperceptiblemente, a otro plano de la realidad y solo resta lo siguiente: cualquier torpeza, cualquier ademán vulgar.

Podemos comernos las uñas, podemos escupir cada veinte segundos, podemos amasarnos los cabellos, podemos molestar al contrario, podemos gritar, podemos irritarnos, podemos desfallecer, o podemos molestar a la señora Inés. Víctor Mesa trajo consigo el catálogo irracional de los excesos: el furor del éxito, la explosión desacompasada de la bomba cardiovascular, el vértigo de desaparecer y el vértigo de sobrevivir, que son, mírese de donde se mire, exactamente el mismo vértigo.

Se ha cruzado la endeble frontera de los resultados y en esos terrenos movedizos, etéreos, voluptuosos, el béisbol sobrepasa las noventa humanas millas del miedo. ¿Qué te queda, después de un momento así? Te queda la muerte, o te queda ir contra los Industriales. Te queda fallecer en el templo del Latinoamericano o remontar, bajo el crudo vendaval que azota las invenciones de los mitos, la credulidad de los cubanos. Detrás del apacible recuento de las leyendas, siempre, sin excepción, se esconden fragores épicos.

No resulta extraño que Víctor Mesa, siendo tan fidedignamente cubano, despierte tantos resquemores, o que tanta gente no lo soporte. Alardoso, imperfecto, hiperactivo, exitoso a veces, extremadamente tozudo e inconforme. Ha creado, cada vez que ha podido y lo han dejado, una pequeña revolución en los predios nacionales. Paga, constantemente, el precio del talento, la factura de la diferencia, el fisco de no parecerse a nadie. Con la elocuencia de Dios, Mesa ha pecado innumerables veces.

En la Isla de la Juventud, luego de arrojar tierra a la cara de un árbitro, fue suspendido por varias jornadas. Al día siguiente, los jugadores matanceros se aglutinaron, inning tras inning, alrededor de la mascota del conjunto. Un pintoresco cocodrilo que normalmente brinca y se arrastra y aplaude y realiza las cosas lógicas que realizan las mascotas, pero que ese día, sospechosamente, se mantuvo sentado y pensativo.

A la altura de la séptima, o quizás de la octava entrada, alguien del equipo contrario se percató de la broma, y Víctor Mesa le estuvo corriendo por tercera a todo el estadio hasta que le avisaron al principal y el principal, quizás enfadado, quizás sonriendo, se le acercó y le dijo que hasta cuándo, Víctor, hasta cuándo, que ya era suficiente, que se quitara el disfraz y que por favor acabara de salir.

(Tomado de Crónicas Obscenas)