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Strike 3: ¿Qué hace a Industriales un equipo distinto?

indus

Tal es el Azul a vuelo de pájaro.

Rubén Darío

Hablar mal de Industriales es una religión. Y defenderlo, también. En Cuba, la gente sabe de política y de pelota. No saben de economía ni de mercado. Ahora están aprendiendo. Pero sí saben de Marx y de Vinent. De dictadura del proletariado y de recta cortada y slider a las rodillas.

Hay dos lugares donde se deciden públicamente los destinos del país. En el Palacio de las Convenciones y en el Parque Central. Solo que en el Palacio de las Convenciones se pide la palabra. Y en el Parque Central te la arrebatan.

Nada de lo que pasa alrededor existe. Afuera, el P-11, y ellos que si el squeeze play. Afuera, la tanda del Payret, y ellos que si Big Papi. Afuera, Alicia Alonso, el Gran Teatro de La Habana, y ellos que si Vera no debió retirarse. Afuera, Benedicto XVI de recorrido, y ellos, muchas gracias por la visita, Su Santidad, pero hay que beatificar a Omar Linares.

Yo nunca he tenido el valor de meterme en la peña del Parque Central. Es una cuestión de carácter. Ni la policía, ni los sociólogos, ni los turistas -que con una gorra de cervecero en la cabeza, pulóver Lacoste, pantalón corto, y una Nikon D60 colgada al cuello siempre están averiguando todo-, se acercan demasiado.

Pero igual, entrando en materia divina, en francos terrenos de inacabable polémica, cabría preguntarse lo siguiente: ¿qué hace a Industriales un equipo distinto? ¿Su bateo, su pitcheo, su cantidad de campeonatos? No, exactamente. Quizás su larga historia, pero tampoco. Son los detalles, el puzzle de gestos que conforman su imagen.

En cualquier jugada, Industriales te demuestra el porqué de las cosas. Cuando corren las bases, cuando sonríen, cuando discuten y caen bien, cuando discuten y caen mal. Industriales se creó una mística, que es lo más difícil de crearse en el deporte y en la vida. Se hicieron de una identidad, y con eso les va. Mejor dicho, les basta.

Ahora mismo, no llegamos ni a veinte juegos de pelota, la serie recién comienza, el rendimiento de Industriales no es muy diferente al de la mayoría de los equipos, y ya tienen buena parte de los reflectores encima.

A pesar de ganar épicamente, hace dos temporadas, no viven momentos de esplendor. Son una guerrilla, un quién sabe, un veremos hasta dónde. Pero ellos hacen que el beisbol sea más de lo que se supone. Les gusta molestar. Les gusta seducir. Les gusta el espectáculo. Y se saben vender.

Van Van existe fuera de la orquesta. Industriales existe fuera del uniforme. Es algo ser vanvanero (zapatos de dos tonos, traje negro o beige, bolchevique en la cabeza, bailar casino). Lo mismo que ser industrialista (fanatismo impenitente, explosividad, estima, no dar el brazo a torcer).

Víctor Mesa y Pedro Luis Lazo, por carácter y por carisma, fueron peloteros industrialistas. Pero -entiéndase- no industrialistas de letras, sino de alma. Se puede ser industrialista sin ser habanero. Incluso sin irle a los Industriales.

A mí no me gusta que Vargas se siente en el piso, fuera del dogout, con cierta indiferencia en la actitud y una yerba en la boca. Pero, he de reconocerlo, no deja de ser un gesto industrialista. Lazo fumando tabaco expide un humo industrialista. El wind up de Vera es (sí, en presente, porque su elegancia es eterna) un wind up industrialista. Las patillas de Víctor son industrialistas. Así como las ebriedades de Casanova, la insolencia de Antonio Muñoz o la voluntad de Enrique Díaz.

Lo que hace a Industriales diferente no es el beisbol, sino la fe. Por eso ganan y pierden, como los demás, y algunos le rinden culto, y otros, sin cortapisas, lo llevan a la hoguera.

Y por eso cualquier cubano (sea cual fuere su religión) que haya tenido un bate entre sus manos y cierta aspiración de Lou Gehrig en la vida, tiene que visitar el Latino, mirar el terreno, las torres de luces, el color azul oscuro de la noche, y una vez concluida la misa, decir amén.

Nota: El autor de esta crónica es nacido, criado y crecido en Matanzas. Y enamorado de ella.