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La Habana no es lugar para turistas (II)

La Guagua. Foto: Kaloian

La Guagua. Foto: Kaloian

...De una hermosura atroz, de una serenidad inconfesable. Rostros al regreso de cualquier estética.
De La Habana no es lugar para turistas (I)

Todo el mundo sabe y el que no sabe se imagina cómo son las guaguas en La Habana. Lo folclórico es una delicia, pero para comentarlo. O sea, para teorizar sobre la cultura, sobre las costumbres, sobre lo pintoresco o lo atractivo de un pueblo.

Pero vivir en el folclor se las trae, y es cualquier cosa menos una experiencia agradable. El sudor no es agradable, ni la bulla, ni la falta de menudo. La sensación de asfixia o de impaciencia tampoco lo es. La parte fea del folclor consiste en jugársela a diario, sin armonía, sin estética, en condiciones más bien vulgares, que nadie recordará por ningún detalle en particular.

En La Habana hay guaguas de todo tipo: las del amanecer son acogedoras. Afuera, las calles despejadas, el frío tenue, las personas que retornan, las que parten, los que a diario se entregan, sin que medien palabras, la supervisión del mundo, la continuidad de la vida.

Pero en verdad, las casi poéticas guaguas de las siete de la mañana son las confrontas de la madrugada. Esas rutas lúgubres que recorren la ciudad con mucho sigilo, a buen tiempo cada dos o tres horas, y que llevan encima, como gravitando, un extraño sino, algo fantasmal.

En cambio, entre las ocho y las doce de la noche, las guaguas acusan de un agitado trasiego, de marcadas estridencias: rancheras mexicanas, Los Mustang, Marco Antonio Solís. A esa hora, algunos pasajeros andan con guitarras, otros alardean, otros discuten sin demasiado interés.

También está el que viaja en silencio, pero ese nunca cuenta, ese anda extraviado, en un recorrido que no es el suyo. Casi siempre se trata de un sujeto pálido, un pobre diablo a las claras traído de otro hemisferio.

En las guaguas he presenciado escenas absurdas, imprevistas hermandades distantes de cualquier retórica, las mayores dosis de humor concebibles. En una guagua -también- intentaron carterearme. No lo lograron porque yo no tengo cartera, o porque no hay nada tan irónico como robarle a alguien sin dinero.

Las guaguas, descarnadamente gráficas, con sus leyes implícitas e inviolables, o continuamente violadas y continuamente puestas sobre el tapete, acogen un hervidero de acontecimientos, de perfiles torvos y miradas dóciles. Quizás porque La Habana, entre otras cosas, semeja una ciudad de muchas caras, de disímiles pulsaciones, pero con la rara virtud de que nada en ella parezca falso. Ni el Prado, ni Cayo Hueso, ni Quinta Avenida.

Sin embargo, en varias de las rutas posibles destaca una escena, una especie de trampa, un acto simulado y a la vez ineludible. Yo asistí a su puesta un 23 de mayo -un día cualquiera-, a las tres de la tarde, mientras llovía en el Cerro y sobre el Cristo de Casablanca.

El chofer, la radio, o la casualidad, hacen que se escuche, de repente, una canción de Roberto Carlos, una de esas canciones a las que normalmente casi nadie presta atención, un tema sobre la distancia, sobre los amores truncados a contrapelo del mismo amor. Entonces una señora de mediana edad, de tristes arrugas en el cuello, blusa rosada, y ojos indescifrables, empieza a llorar.

Uno supone, en primera instancia, por la sobriedad del rostro, que la mujer se está secando el sudor. Pero nadie se seca el sudor de esa manera, tan despacio, con tanta elegancia, con manos tan temblorosas, como si los dedos tocasen una superficie desconocida, la piel de lo incorpóreo, y los ojos estuviesen exhumando un cadáver, sacando a flote una verdad inconclusa.

El rostro de la mujer prefigura el rostro de La Habana. Una ciudad que sabe llorar y que, por otra parte, avanza. Una ciudad que viaja, entre el tráfico y el éxtasis, y que puede no estar ya en ningún sitio.

En ese momento uno quiere seguir hasta lo último del trayecto, pero luego desiste. Porque se trata de una ruta ilegal, de las que consumen demasiada gasolina, de las que dan vueltas y vueltas y empatan un día con otro y poco a poco se van quedando solas, sin pasajeros y sin conductor, solas a través de los años, sin folclor y sin vuelo, como los malos artistas, y que en un momento dado ya no tienen razón de ser, pero prosiguen por inercia, por pura imposibilidad de detenerse, y su luz o su sombra disecciona y se traga todo lo que le parezca, todo lo que simplemente no le sirva, así de fácil, y son rutas que como todo el mundo sabe o como todo el mundo se imagina no tienen principio y tampoco tienen fin.

Nota al pie

He escrito La Habana no es lugar para turistas (II) con algo de temor. Si dijera otra cosa estaría mintiendo.

Tras la primera entrega de esta serie de crónicas recibí críticas, críticas fuertes y varios insultos. También recibí apoyo, ánimos, consejos, palmadas sobre el hombro, y pocos pero importantes halagos. De personas que admiro, de personas que aprecio, de personas que respeto y de personas que no sabía me tenían en cuenta. Todo esto, sin embargo, entra de lo concebido, dentro de lo lógico, dentro de lo previsible. La causa por la que escribí con miedo esta segunda crónica fue otra. Fue porque en plena soledad, o con la simple compañía de mis fantasmas internos (justo en los instantes en que se vuelve imprescindible desnudarse y jugárselo todo), percibí que a La Habana no es lugar para turistas (I) le sobraban algunas palabras. O sea, era una crónica imperfecta, visiblemente imperfecta, y eso, que es a la larga lo que siempre se logra, no era en verdad lo que yo estaba buscando. (Las crónicas imperfectas son las que más deleite me ha dado leer, pero no las que más deleite me ha dado escribir.) Otras posibles cuestiones no me molestaron: ni el tono literario, ni el ambiente onírico, ni la aparente ausencia de un argumento, ni el intento de transgredir ciertas normas. (Aunque lo más probable es que no transgreda nada y en cambio salga con algunos trastazos encima.)

Tampoco es que ande por ahí dándomelas de arrepentido. Primero porque La Habana no es lugar para turistas (I), fuera de los estragos y las opiniones encontradas, me place por su sinceridad; nunca se traiciona. Segundo porque seguiré incurriendo en errores de este tipo. Y tercero porque, tal y como me dijo un buen amigo, "hay lectores y lectores: está el positivista, que necesita que le digan algo que entienda y pueda encontrarle utilidad, y está el renacentista, que aprecia la belleza de un texto bien escrito y lo lee con espíritu hedonista." No digo que mi texto sea un texto a la altura de los lectores renacentistas, solo digo que los lectores positivistas no me seducen, no pueden ser el límite, y que intento alejarme de lo que para ellos resulta placentero. Solo me resta parafrasear al autor de Los detectives salvajes (cuyo nombre, perdonen el descuido, ahora mismo tampoco recuerdo): las malas críticas me las empiezo a ganar en frentes de guerra, no en simulacros de combate. Y como dijera un chofer de la 20: el periodismo no es coser y cantar. El periodismo siempre es un peligro.