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Tony, un caballero en La Habana

No pocos se muestran agradecidos por la ayuda que les brinda. Foto: Bohemia.

No pocos se muestran agradecidos por la ayuda que les brinda. Foto: Bohemia.

Por Dariel Pradas (Estudiante de Periodismo)

Estoy a cuadra y media de distancia de la guagua; pronto sus puertas cerrarán y se me irá, a golpe de combustible, la mole de chatarra. Por más que me apure, no creo poder alcanzarla. Sin embargo, sigue ahí. Por alguna razón la gente permanece aglomerada ante ella, sin intenciones de pelearse por un viaje en el inverosímil P1. Es que un gallo fino se pavonea en el mismísimo el techo.

Los curiosos fotografían el animal de canillas desnudas, incluso el chofer se levanta, guarda su cojín amortiguador de glúteos y sale a la acera para presenciar lo inaudito. Ya entre la multitud, busco en derredor a un pequeño hombre con su chaqueta de “inspector de tráfico del transporte”. A él, lo sé bien, sí que le gustan los gallos.

Me percaté de eso la primera vez que interactuamos. Una de esas aves caminaba cerca de la parada frente a Coppelia, en El Vedado, y el “inspector”, emocionado, se lo señalaba con guturales gritos a su amigo, el vendedor de periódicos del lugar.

Todos conocen al “inspector”, pero casi nadie sabe que se nombra Antonio Gonzáles Valencia, tal como leí en su carné de identidad. Tony organiza con celo las colas, en 23, entre L y J, en el quizás más enmarañado nudo del transporte público capitalino.

Desde pequeño lo estoy viendo entre el bullicio habitual del lugar y el suyo propio que, mediante sonidos ininteligibles, vence su mudez y les pelea a los choferes apurados y a los pasajeros irresponsables. Así mantiene el orden en ese sitio desprovisto de control. Algunos se burlan de sus griterías y gestos atolondrados, otros se muestran agradecidos por su amable mano que les ayuda a bajar del ómnibus.

Ansioso por conocer la historia de tan conspicuo hombre de esta ciudad sin rostro, le pregunté si podía escucharme y asintió, pero sentí que sería mejor escribirle. Le extendí un papel pidiéndole una entrevista y tras un fugaz vistazo, me garabateó su nombre y dirección con una caligrafía que superaba en creatividad a la de los médicos. Con aspavientos me indicó que lo viera al día siguiente en la notaría de esa cuadra.

Pasé a las seis, la hora prevista, pero fue en vano. Un trabajador de la notaría, Alexis Sánchez, me dijo que Tony había estado, pero que al filo del mediodía desapareció. Ya tenía dudas sobre si ese era su verdadero trabajo. También Sánchez cree que no es realmente un inspector, sino que se disfraza con uniformes y usa un carné falso que le han regalado. “No obstante, es mejor agente que cualquiera autorizado”, sentenció.

Picado por la curiosidad, decidí realizar un sondeo de campo. Guillermo Fonseca conoce a Tony desde hace siete años. El anciano barrendero de la Avenida 23, desde L hasta G, me reveló con su aspecto noble, que normalmente su amigo –así lo considera–, si va por la mañana a trabajar a esa parada, por la tarde se dirige a otras. Así lo ha visto en 23 y 26, en La Sortija, detrás del hospital Calixto García, en 23 y N.

Aguzando más el misterio, Fonseca contó la historia de un hombre que trabajó toda su vida como inspector, hasta que por alguna razón desconocida tuvo que dejar el puesto, aunque nunca el oficio. Así, Tony siguió vistiendo su uniforme y colaborando con otros inspectores, “por no hablar de su gran destreza para mantener el orden en una parada como la de Coppelia, una de las más importantes de La Habana”. Su peculiar forma de dirigirla era la herramienta de sordomudo para hacerse respetar.

“La gente aquí lo aprecia: los conductores, los que trabajan cerca, los que esperan la guagua. Cada vez que viene un P1 o un P9, Tony anota la hora de llegada, organiza la cola y ayuda a mujeres y niños a bajar del ómnibus. Si existe alguna irregularidad, la apunta en su libreta para entregarla a la administración”, agregó.

En espera del P5, Miriam Prieto, periodista de la Agencia Cubana de Noticias (ACN) –la sede está frente a la parada–, reveló su admiración por el inspector: “¡Ese hombre se coloca delante de las guaguas para que frenen!”, dijo. “Lo único malo es que en ocasiones sus griterías llegan hasta mi oficina”.

Monté en varios ómnibus para entrevistar a sus conductores, me bajaba en la siguiente parada, volvía caminando y repetía la acción. El chofer del carro 502 de la ruta P1 –no entiendo por qué todos me negaron su nombre–, recuerda desde su infancia al “mudo”, y especuló que si acaso hacía alguna labor correcta, probablemente también se daba sus tragos. En verdad, confesó, no sabía si era un inspector real.

Jorge Valladares Loyola sí lo es. Toparme con él podría ayudarme a desentrañar el enigma. Pero, curiosamente, los uniformes de Tony y de Valladares no son iguales, a pesar de su semejanza. El encargado de la cercana parada del parque de El Quijote me confirmó que, en efecto, su colega nunca perteneció al grupo de inspectores de ómnibus. Incluso, las rayas de sus charreteras las había pintado él mismo.

Defraudado por que Tony fuera un farsante, averigüé en la oficina de recursos humanos del Departamento Provincial del Transporte y… ¡no existía ningún Antonio Gonzáles Valencia en la plantilla! ¿Por qué querría hacerse pasar por inspector? ¿Acaso lidiaba yo con una suerte de Caballero de París de nuestros días?

De vuelta a la parada, lo encontré. Me recordó y me saludó. Le insistí sobre la entrevista y le pregunté si tenía familia. Solo me extendió su carné: en junio de 2017 cumplirá 58 años. Me indicó cruzar la calle y nos adentramos en la más famosa heladería de Cuba. Hizo el gesto de saborear un helado. ¿Querría invitarme?, me puse en guardia. Resultó que tiene una hermana que allí trabaja: Nélida Cuesta Valencia.

Al día siguiente estaba yo en la casa de Tony en el barrio de El Fanguito, junto al río Almendares, con Nélida y su madre Catalina.

Antonio es el primogénito del matrimonio entre Catalina y el difunto Leonardo. El mayor de los nueve hermanos y medios hermanos nunca llegó a hablar. Según la madre, un electroencefalograma realizado por el doctor Pérez Cobo, de la clínica Sagrado Corazón, determinó que Tony padecía de retraso mental profundo, cefalea y dificultad al escuchar, aunque sin ningún problema en las cuerdas vocales.

Como de niño no había escuelas especiales como hoy, no pudo cursar estudios y es imposible comunicarse con él. Apenas escribe su nombre, dirección y número de identidad. La madre alegó que al nacer no tenía signos de discapacidad. Tal vez fue el resultado de algún accidente ocurrido en sus primeros meses de vida.

Contó Catalina que el padre de Tony era chofer de rastra y al llegar a la casa, al niño le encantaba jugar ante el timón. Pero al crecer no pudo ser conductor, sino estibador en el agromercado de 23 y 24, en Acopio en El Trigal, hasta que encontró su verdadera pasión como inspector del transporte.

“Hoy no hay quien lo saque de ese mundo”, aseveró la hermana. “Desde muy temprano viste su uniforme –que él mismo lava y plancha– y se va a trabajar. A veces hasta le duelen las rodillas de estar tanto tiempo de pie. Él cree que es inspector. Aprendió imitando al de la acera de Coppelia, por eso escribe en su agenda la hora en que llegó la guagua, aunque son garabatos sus apuntes. Cuando se sintió apto, se fue a la esquina de 23 y 26 para ocuparse él solo de esa parada. Y tal es su reflejo de la vida laboral, que hasta se toma los domingos de descanso como cualquiera.

“Pero hay quien se burla y lo ofende. Yo misma los he escuchado”, se dolió Nélida. “A veces llega a la casa triste por eso”.

En el barrio, sin embargo, lo adoran. “Tony va a todos los funerales de los vecinos, aunque no a los entierros, pues coincide con su horario laboral”, sonrió la hermana. En tiempos de carnavales, él se pasa las madrugadas trabajando.

Interrogada sobre el caso de Antonio, la doctora Marta Beatriz Díaz Álvarez explicó que un “retraso mental profundo” es una lesión congénita estática que afecta el sistema nervioso, principalmente las funciones intelectuales.

Pero, precisó la máster en Psicología Clínica que, a pesar de solo conocer a Tony de vista y no haber estudiado su historial médico, probablemente el diagnóstico correcto fuera “retraso mental severo sin especificación” y no “profundo”. Según observó, él puede orientarse y caminar como una persona normal y tal vez sufra de delirio de grandeza al imaginar ser alguien que no es realmente, en este caso, un inspector.

Así, hay alguien que no es el controlador de paradas que piensa ser en esta ciudad de “cuerdos”. Pero es mucho más: El sueño de todos reside en lo más recóndito de nuestro pensamiento. El de Antonio, ya está cumplido.

La parada de Coppelia, una de sus preferidas. Foto: Bohemia.

La parada de Coppelia, una de sus preferidas. Foto: Bohemia.

(Tomado de Bohemia)