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Douglas Rodríguez: el héroe, el hombre (+ Video)

Douglas Rodríguez Guardiola

Douglas Rodríguez Guardiola

Por Roberto Ariel Lamelo

Cuenta la leyenda que el hombre –para los efectos de esta crónica, el héroe- vivió dos años con ambas muñecas rotas, dándole golpes a un saco y a otros hombres, mientras la vida le iba dando golpes a él. Cuentan que cuando dejó de tirar rectos y ganchos, cuando colgó los guantes, la vida no hizo lo mismo, y por el contrario, le propinó los trompones más fuertes que él jamás hubiese recibido.

Cuentan, que del 72 al 74, vivió inyectándose calmantes para los dolores y que esa fue la causa por la cual no ganó aquel combate en Múnich 72: por tener las muñecas fracturadas; pero que en el 74, en el Campeonato del Mundo efectuado en la Habana, en el Coliseo de la Ciudad Deportiva y ante la presencia de Fidel, el hombre –repito: para los efectos de esta crónica, el héroe– dijo que no iba a perder. También dicen que el mismísimo Fidel se le apareció en el camerino y le propuso cambiar –si fuera posible– sus muñecas, para que boxeara esa noche y no perdiera, y que el hombre, el héroe –http://www.cubadebate.cu/opinion/2012/05/21/douglas-rodriguez-los-duros-tambien-mueren/#.U3wWSdxg-jY" target="_blank" rel="nofollow">Douglas es su nombre– le respondió: “Comandante, eso no es pelea para gallo fino”

Cuentan – porque yo no lo recuerdo – que el tipo, arriba del cuadrilátero, era un león tusao, y que no le tenía miedo a nadie. Y que aun ganando las peleas, seguía fajao de campana a campana, tirando y recibiendo.

Jamás se dedicó a floripandear en el cuadrilátero, y le molestaba que los boxeadores más jóvenes se dedicaran a dar vueltas y a esquivar los encuentros en la corta distancia. A Douglas Rodríguez –así es como se llama el hombre, Douglas Rodríguez Guardiola– no había guapo que lo intimidara. Su concepto del boxeo era tan sencillo como entrarse a pescozones durante los nueve minutos que duraban las peleas; y para ganarle, había que tumbarlo o dar más golpes que él. Nunca, dicen, peleó a la riposta, sino todo lo contrario: siempre iba para arriba del lío, buscando la sangre, buscando matar el rival a puro golpetazo. Yo no lo recuerdo, pero dicen que en el 74 enterró unos cuantos ahí mismo, por la Avenida 26 pa´abajo, doblando a la derecha en Zapata, atrás del barrio de La Timba.

¿Tú eres bailarín?” –le preguntó un día a un púgil novato, y el muchacho no entendió la pregunta.

¿Qué si tú eres Alicia Alonso?” –volvió a la carga Douglas…

Así de sencillo era el hombre. Fajador. No entendía de conejos en el encerado, ni de corazones tibios o piernas temblorosas.

Cuentan que con el tiempo, mientras él menos iba entendiendo el boxeo, la vida le fue dando cada vez más duro. Y que cuando le llegaron las arrugas, ya nadie se acordaba de él. Y que el olvido y la desidia, lo tiraron un día contra las cuerdas y empezaron a propinarle más que jabs, mientras él, sin poder subir la guardia, para alivianar la deshonra, se daba cocotazos de alcohol.

Cuentan que estaba molesto, que vivía con el corazón en un hilo y con el alma adolorida.

Y que por eso murió: de pena, más que de otra cosa. Sentadito en su sillón de madera, con la vista a veces volcada hacia los ruidos de la calle. Intentando percibir en el solar de la esquina –ni azul ni roja y mucho menos neutral- un grito, una bronca que le recordara lo que fue. Algo que le devolviese las ansias a sus piernas y brazos, y le propinara un buen par de uppercuts a quienes tronchan los sueños.

Cuentan que Cuba nunca tuvo un peleador tan guapo, y que por algo, a pesar de su corta trayectoria deportiva, su nombre, se pronuncia aún como el único gladiador verdadero que se subía al ring a descuarajingarse tó a los golpes.

Cuentan también, que ya en los finales de su carrera, el héroe pensó en Mozart y en Beethoven, que dicen –le contaron– se habían quedado sordos, pero siguieron haciendo lo que sabían hacer; mientras él, Douglas Rodríguez, en fin, el hombre, se sentía Picasso con deseos de pintar un último cuadro, pero ya vivía sin ganas y sin manos para hacerlo. Y eso solo le pudo suceder en el umbral de la muerte, pienso, porque en vida, lo sabemos, ni las muñecas fracturadas le impidieron pintar tantos rostros de color rojo, en matices tirando a tomate. O a morado.