- Cubadebate - http://www.cubadebate.cu -

Sara, los inciertos caminos de la eternidad

Sara González. Foto: Roberto Chile/ Archivo

A diez años de la desaparición física de Sara González.

Ni en mis peores pesadillas me vi escribiendo sobre Sara algo que no podrá leer. Cada texto, cada verso, cada canción y hasta mis especulaciones literarias más disparatadas encontraban en ella abrigo y entusiasmo. Me llamó Amaurito siempre, así, con el diminutivo de la terneza y como solo lo hacía un par de miembros de mi extinguida familia. La Gorda también podía ponerse difícil pero con todo, hierática, seguía diciéndome Amaurito, porque aquellos imberbes desencuentros, en vez de lacerar nuestra profunda amistad, la lanzaba a ese intangible confín donde el amor perdura por inexplicable.

A Sara primero la escuché y muy pronto nos vimos allá por los inicios del año 1972. Fue en la intersección de las calles 23 y 12 en El Vedado. Ya ambos trabajábamos en el ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industrias Cinematográficos) y dos horas después de aquel frugal vistazo nos acercamos, la juventud alberga esas espontaneidades, como dos gladiolos tropezando en un espeso jardín. La Gorda, que entonces no lo era, vestía un pullover verde que se posaba juvenil sobre un jean de discreto terciopelo negro, tenía el pelo muy largo, lacio y claro, y unos ojos que emulaban el azul veraniego del mar. Su porte y carisma eran impresionantes. Luego de aquel topetazo, jamás nos separaríamos durante 40 años.

Vivía, lo supe temprano, en un humilde apartamento de Marianao junto a sus padres Berto y Rosa. Por esa estrechez doméstica, era común que se pasara meses conviviendo en nuestra casa, porque si mi extravagante familia estuvo alguna vez de acuerdo fue en que todos festejábamos y necesitábamos de la presencia de Sara, de su música, su voz, su risa, su sentido del humor tan criollo, su equilibrio y su amor por lo que vale la pena amar... y lo que no.

Ya en 1974 La Gorda comenzó a llevar su arte, cada vez más depurado y profesional, por Europa. De Italia me trajo como regalo, con el exiguo viático que le dispensaba su auspiciador, mi primer jean, “¡no muy escandaloso para que no te critiquen, Amaurito!”, me dijo entre carcajadas. Así comencé a valorar una de las virtudes que con el paso de los vientos sería su mayor tesoro; la generosidad. Una generosidad que muchas veces provocó que su Ángel de la Guarda trabajara horas extras. Sara era un ser que combinaba agudeza con ingenuidad y eso le propició más de un traspiés en el cotidiano trasegar de los días.

Grabamos nuestros respectivos y primeros discos entre 1975 y 1976. Recuerdo las decenas de llamadas telefónicas diarias cantándonos los temas y sugiriéndonos cuál debíamos grabar. Sara sufría por entonces las incomprensiones de las primeras pasiones, fui confidente de sus vicisitudes por sentirse y amar “diferente”. Presentía, y me congratulo por ello, de que en mí encontraría al cómplice que su alma necesitaba con urgencia y que mi mesura, nada común por entonces, defendería hasta los límites del socorro.

Durante décadas viajamos, cantamos, grabamos, bebimos, fumamos, jugamos dominó, un juego que le apasionaba (era muy competitiva). Discutíamos sobre lo humano y lo divino; sexo, política, lealtades, de los errores nuestros, porque supimos desde muy temprano que la amistad es un sentimiento que puede crecer también en la duda.

Sara fue una cubana que disfrutó de la música toda, nunca excluyente, se asomó tanto al son como al rock, hizo pop, cantó baladas y boleros, y grabó fonogramas que escapan a cualquier discriminación de géneros.

Siendo profundamente anti-dogmática y martiana jamás se dejó etiquetar como miembro de partido alguno, su signo político era La Patria y todo lo que de ella se deriva. Amé su consecuencia y la admiré por ello. Fue por eso, o también por eso, que se convirtió en mi mejor amiga.

Cuando enfermó, Peti (mi esposa) y yo la visitamos en el hospital con inalterable frecuencia y allí, siempre Diana, la compañera de su vida. Con el fallecimiento, no por esperado menos duro, perdí una parte de mí ya irrecuperable.

En el altar donde guardo y reverencio a los que me faltan está su foto y el último inhalador que utilizó para aquel asma, que invasiva, no dejó de atormentarla jamás.

Sus cenizas, a petición propia, fueron depositadas en el mar frente a La Habana que idolatró y a veces pienso, cuando sumerjo mi cuerpo en las cristalinas aguas de la Isla, que sus ojos me rozan y que en los restos del salitre apuntalado por el sol del Caribe La Gorda me acompaña. Entonces, por un instante, la repienso, miro al cielo, y navegamos juntos los inciertos caminos de la eternidad.

Sara González y Amaury Pérez. Foto: Archivo

Sara González en "Con 2 que se quieran". Fotos: Petí/ Archivo

Sara y Amaury en "Con 2 que se quieran". Foto: Petí/ Archivo

En video, Entrevista a Sara en Con 2 que se quieran

En video, Sara González: Girón, la Victoria

Vea además:

Sara González en clave de repertorio (+ Video)