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Más sobre los duelos

La cosa se ponía fea cuando se acordaba que el duelo fuese con todas las consecuencia o a todo juego, pero aún así los duelistas debían obedecer las órdenes del juez de campo y acatar sus decisiones. Foto: Archivo

El arma escogida para un duelo podía ser la espada o la espada francesa, el sable con punta o sin ella, o con filo, contrafilo y punta… Una vez decidida el arma, establecían los padrinos a cuántos reprises sería el combate, lo que duraría cada una de ellos y el tiempo de descanso entre uno y otro. Si se seleccionaba la pistola -el revólver estaba terminantemente prohibido- se fijaba cuántos disparos harían los contendientes y si dispararían a discreción o a una voz de mando. La cosa se ponía fea cuando se acordaba que el duelo fuese con todas las consecuencia o a todo juego, pero aún así los duelistas debían obedecer las órdenes del juez de campo y acatar sus decisiones.

A veces el menos diestro llevaba la mejor parte en un duelo. Así ocurrió en el lance que sostuvieron, en 1890, el afamado duelista cubano Alberto Jorrín y el capitán de artillería del ejército español Leopoldo D´Ousuville, por ofensa de obra inferida por el primero. El militar español exhibía un historial esgrimístico bastante mediocre y como el cubano, de manera invariable, había salido vencedor en todos sus encuentros, amigos y entendidos le adjudicaron de inmediato la victoria. Sin embargo, Jorrín resultó muerto en el primer momento cuando D´Ousuville, de una estocada certera, le atravesó el vientre con su sable.

Tan pronto como el juez de campo ordenó el inicio del lance, el capitán, punta en línea, se lanzo sobre su rival en un ataque suicida que Jorrín fue incapaz de parar. Sin movimiento, como un muñeco, quedó a merced de su adversario.  Y es que el cubano, desde días antes y a consecuencia de la caída de un caballo, padecía de una especie de catalepsia que lo paralizaba por momentos y dejaba su mente en blanco. Aun así se batió.

No todos los duelistas se comportaban con hidalguía en el campo del honor, y no eran pocos los que con pretextos ridículos, rehuían el enfrentamiento. El periodista González Beaudiville, de tan asustado que estaba cuando se batió con el también periodista Desiderio Ferreira, se le escapó un tiro antes de tiempo y se agachó cuando el oponente hizo el primer disparo. Cuando al fin se incorporó, Ferreira le coló una bala en  el pecho a un centímetro del corazón, y no pudieron sacársela en Cuba ni en Europa. Vivió con ella dentro durante años y murió de otra cosa.

Todo podía suceder en un duelo. En 1918 tocó hacer su debut como espadachín intrépido al formidable humorista Miguel de Marcos, redactor por aquellos días del Diario de la Marina. Todavía en 1947 el autor de Fotuto y  Papaíto Mayarí recordaba en un crónica los pormenores del encuentro, aunque no menciona en ella el nombre de su adversario ni el por qué del desafío. Precisa De Marcos que los padrinos que escogió no eran de espíritu moderado y pactaron con los representantes de su rival algo siniestro: un lance a sable, con guante corto, filo, contrafilo y punta. Tenía el escritor 24 años de edad entonces y su conmoción fue grande al leer el acta de concertación suscrita por los padrinos en la que solo faltaba acotar aquello de “Se ruega no envíen flores”.

La noche antes del encuentro, ya muy tarde, Lucio Solís, jefe de redacción del Diario, conminó a De Marcos a que se preparara. Le recomendó que hiciera unos molinetes, tirase a fondo y diera brusquedad al sable. No lo había en el periódico y el duelista hizo la práctica con el arma que se le puso en la mano: un espadón visigodo de 50 libras de peso y abrumador como el remordimiento.

El médico que lo asistiría, en caso de salir herido, sería el eminente cirujano Benigno Souza, pionero de la laparotomía en Cuba y, cosas de la cirugía general, especialista en trepanaciones de cráneo. El juez de campo, el maestro Pío Alonso, alto, magnifico, apuesto, con bigotes en batalla y una bondad inextinguible.

Comenzó el combate. Cuando los contrincantes se acaloraban y chocaban los sables una y otra vez, Alonso, fiel a su práctica, no solo intervenía con su bastón, sino que detenía con sus manos en enroscamiento de las armas.

Transcurrió el primer reprisse. En el segundo, De Marcos advirtió que su adversario, hecho a la esgrima trágica, quería sacarlo del campo con una estocada en el vientre y que en el tercero estaba dispuesto a liquidarlo de cualquier manera. Fue entonces que sintió un golpe mate y sordo en un antebrazo.

Ordenó el juez de campo la interrupción del lance y pidió al médico que examinase al herido. ¡Herida grave, imposibilidad de este contendiente de reanudar el duelo! dictaminó Souza pasando por alto que en la zona afectada solo aparecía una mancha cárdena. Volvió a diagnosticar: ¡Bordes magullados! y sin detenerse ni bajar la voz indicó el tratamiento que creyó oportuno: ¡Gasa fenicada, sopa de tapioca, reposo absoluto! Y enseguida, bajito, mientras le apretaba con fuerza el moretón, dijo a De Marcos: Viejo, por tu madre, haz un esfuerzo a ver si por lo meno te sale una gota de sangre y damos esto por finalizado de una vez.

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