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Diario desde La Covadonga: Contar la historia (IV)

Al final de la sala se oye, como en eco, la voz de Francisco Durán en el parte diario de las nueve de la mañana. “No ha descansado”, repara la doctora Lissette, residente en Geriatría, mientras desayunamos. Si somos justos, ella tampoco ha tenido tiempo para el sosiego. Corre julio y esta es su cuarta rotación en La Covadonga desde que empezó la odisea. Cuatro veces poniéndole la cara al bicho y haciéndolo quedar en ridículo. Lissette cumplió veinticinco años en cuarentena y hoy vuelve, estetoscopio al cuello, a caminar el pasillo de la sala Echeverría.

“Socio, ¿cuántos casos hubo hoy?”, me pregunta uno de los pacientes cuando repartimos el desayuno. Le digo que no sé, que no he podido ver las noticias, y me avergüenzo por ello. Si estuviera en casa lo supiera apenas me levantara de la cama, pues abuela ha hecho, de anotar en una libreta los positivos del día, una religión. Apunta hasta los municipios de donde son los casos: un nivel de detalle como el que solo ella enarbola a sus sesenta y ocho años. Está preocupada, como el hombre que me pide el parte, mientras espera el resultado de su prueba. Incertidumbre.

Los doctores César y Lissette, y los médicos en potencia, Jorgito y Pupo, siguen pinchando en la mesa de evoluciones. “¿Cómo tendrán la letra?”, me pregunto. Paso con el carrito de la comida y se ríen. Uno aprende a ver la alegría en los ojos. Si resumiéramos a los cuatro en una palabra sería “bondad”. Hay gente buena en la primera línea de combate.

La doctora Lissette Limias. Foto: Lissette Limias

Más tarde, mientras hacemos una suerte de tertulia en el portal, Jorgito cuenta que se le aguaron los ojos con el primer aplauso a las nueve de la noche en su cuadra. Lo dice y se sonroja. Por su parte, Pupo sostiene hasta la muerte que el momento más importante de su vida fue cuando le llamaron “doctor”. Palabra chiquita para tanto arrojo, pienso. “Ese día tú caminas hasta hinchado”, comenta y recuerda cuando él pasó por Medicina Interna y un paciente entró en paro: “Fue la primera vez que vi morir a una persona que yo había atendido”. Silencio.

En la noche, Alejandro se me acerca: “Asere, una paciente vomitó. ¿Tú crees que puedas limpiarlo?, es que nosotros estamos fregando todavía”. “Ponte los guantes”, añade Rita. Fue la última limpieza en la “Echeverría”. Luego nos trasladaron a la sala “Julio Antonio Mella”, donde el agua es permanente.

Mientras alistamos los cuartos, Adrián Alejandro –profesor del Instituto Superior de Tecnología y Ciencias Aplicadas (Instec) y coordinador de nuestro grupo– dice que el cloro ha hecho que olamos a piscina. Su tocayo –el ruso de la tropa– aguanta un libro, cuya portada en cirílico reza: “Hojas de la historia”. Asegura –solo él lo sabe– que las páginas van desde el hombre primitivo hasta la Revolución de Octubre.

En la sala frente a la nuestra, la “Mario Muñoz”, trabaja la otra parte de los voluntarios de la Universidad de La Habana. Nos dividimos en grupos de cinco. Desde allí, Alberto –cuarto año de Ingeniería Nuclear– me dice en lenguaje de señas que hace dos días salió un caso positivo de ese pabellón.

A la medianoche llega la ambulancia: un nuevo paciente sospechoso. Recordé entonces el mensaje de la profe Iraida Calzadilla, semanas antes de que comenzara el voluntariado:

“Te pudiera decir ‘ánimo’, ‘adelante’, ‘bravo’. Pero no soy de esas personas. No soy Mariana Grajales. Soy Leonor Pérez: llena de miedos, de protección, de angustias por los que quiero. Así he sido siempre. Pero como el deber se impone para todos, y la vida hay que vivirla a plenitud, solo te pido que te cuides mucho, que la experiencia no vale si no venimos sanos. La historia hay que contarla”.

Jóvenes que laboran en la Covadonga. Foto: Rita Karo.

Sala "Julio Antonio Mella", donde se atienden pacientes sospechosos al coronavirus. Foto: Adrián Alejandro.

Vea además:

Diario desde La Covadonga: Verdes (III)