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Sabanilla, Sabanilla: La tierra de Juan Gualberto

Ilustración: Carralero/Alma Mater.

Matanzas, Cuba…

Los mismos árboles grotescos, las propias palmas. Idéntica la inercia de las tantas curvas cerradas que antes conocía de memoria. Los matorrales y las hierbas cambiaron, sin embargo, sus raíces se alimentan de aquel palmo de suelo que las raíces de matorrales y hierbas de antaño devoraban.

Ha empezado a llover. Aparece ese olor a tierra a punto de empaparse que tienen todas las tierras. El sonido de los rayos se confunde con el arcaico embrague de la caja de velocidad. Este carro no es viejo ni nuevo, no rueda bien ni mal; simplemente, cuando cambia de segunda para tercera y de tercera para cuarta: truena.

“¡Niño! Levanta la mochila del suelo que se te va a mojar”, advierte una mujer posicionada dos asientos más a la izquierda y yo coloco el jabuco todavía seco en los muslos.

Las fuertes gotas acribillan los parabrisas. El líquido entra más y más por las ventanas. Los verdosos llanos se esconden. La vista del chofer apenas descubre lo que ocurre a pocos metros del cristal. La carretera se antoja estrecha y, por momentos, la combinación entre curvas y velocidad aterra.

El vehículo detiene sus llantasen la periferia del pueblo. No ha pasado por aquí, en buen tiempo, un aniversario cerrado de algo que haga retocar pinturas o fachadas. El nombre, en un gran y cenizo cartel de prefabricado, no coincide con el que todos utilizan. Aquí nació Juan Gualberto Gómez y, apenas, dejó el sustantivo propio.

Hay poblados que llevan nombres de protocolo y este resulta uno. Por suerte o por desventura, la costumbre presume de ser más fuerte — pero por mucho — que el amor. “Sabanilla del Comendador”, así lo llamaron desde la colonia. A todos les gusta y lo dicen; “Sabanilla” tiene pega.

***

El perro yace amarrado a una columnilla de madera, atrás en el portalito del cuarto de desahogo. Ahí anda: echado con cara de buena gente y patrocinando un olor intenso que suele rozar lo desagradable en tardes de diluvio.

“No lo vayas a soltar”, deja ir la señora de la casa. “Desde hace cinco meses lo tenemos sin la cadena. Lo amarramos el otro día porque la gente dice que come nidos”.

El marido la interrumpe: “Ah… el perro descara´o ese. Lo sueltas y después de viejo le da por meterse a huevero”.

“Eso es mentira —contraataca la mujer—, chisme y brete de la gente. ¿Tú sabes lo que es decir que mi perro es huevero cuando el de ellos, delante de mí, le cayó atrás a una gallina y el pobre bicho tuvo que volar hasta el pozo? Faltas de respeto que son. Huevero el perro suyo. A este vamos a tenerlo amarrado unos días para ver a quién le tiran la culpa ahora. ¿Qué te habrás pensado tú?”.

“No seas ciega, mujer. El otro día aquel nido tenía 12 huevos y el de aquí andaba cerca. Cuando voy a revisar, en un dos por tres, lo había dejado vacío. Hizo “fiu”… y se los metió el muy sin vergüenza. ¡Perro huevero!”.

“Usted se calla. El perro es inocente hasta que se demuestre lo contrario. Qué lo prueben. Todo lo que dicen es culpa tuya. ¿Qué tú tienes que estar hablando que si viste, que si no? A mi perro nadie lo toca y, a estas alturas, ya deberías saber que de la familia no se habla”.

***

Desde las cuatro de la mañana el gallo se pone insoportable. Ahora en el reloj rayan las diez y una niña de tres años, rubia, aparece corriendo por la puerta de atrás. Anda despeinada y descalza; siempre deja las chanclas tiradas a pocos metros de donde le ordenan ponérselas.

Su madre no parece consternada por el asunto y, cuando intentan sembrarle preocupaciones respecto a los peligros y suciedades del suelo — el estiércol de los pollos, la mierda de los perros, el excremento de las vacas y todo el familión de virus y bacterias que respectivamente arrastran — , asegura confiada que resulta “bueno” porque le da defensas a la niña.

En la voz de los vecinos pareciera reconstruirse el romance que Pedro Luis Ferrer le escribiera a una “niña mala”, incluso alguien, con el rostro estirado a modo de secreto susurrativo, cuenta cómo el otro día le dejó roja la cara a una chiquilla de por ahí.

Mamá también va descalza y desaliñada. Solo tiene 26 años, 26 nada más y ya perdió las esperanzas. No le quedan voluntades para ir a buscar sueños. Yacen extintas sus fuerzas de salir tras algo atrincherado más allá de la esquina, donde las cosas no se ven bien y a ratos se complican.

La niña juega con un muñeco viejo: conejo de una sola oreja, sin ojos y par de huecos en su pellejo de felpa. La ropa rosada, ropa “de niña”, está manchada por todas partes, cual exquisito exponente de una infancia en pleno apogeo aquí, donde no se delimita con facilidad el margen entre la calle y el monte.

“Ella ya sabe lo que va a ser”, dice la madre.

“Va a estudiar Medicina y será una profesional”. Gira hacia la pequeña y le sentencia con la punta de su dedo índice, medio en grito: “Por cada lágrima que yo he echado por ti te quiero persona”.

Su tía se le acerca y le dice aturdida: “Pero tú eres persona”. Y ella, que tiene 26 años y ya perdió todo lo que se parece a sueños, a futuro, se dobla a reír.

***

Desde los patios puede verse el breve monte que se alimenta de la cañada; un hilo de agua que históricamente ha bordeado al pueblo y que antaño fuese un transparente orgullo donde coexistían jicoteas, biajacas, los patos de fulano e insectos flotantes. Resulta el sitio del cual –los adultos te advierten–, tienes que decir: “crecí mataperreando a su lado”, si un día “te haces famoso y te entrevistan en Mediodía en TV”.

No obstante, por cuestiones “básicas” del desarrollo, al día que corre nos llega una suerte de fosa-vertedero, venida como “bigote a hocico” para los pezgatos.

En el lado contrario yace la escuela con su enorme ceiba y extensas explanadas de las cuales la hierba se aprovecharía si alguna circular de Educación les impidiese a los caballos del barrio la entrada libre.

Cuando la lluvia arrecia, esos terrenos se inundan y los niños de la cuadra salen a jugar fútbol descalzos, a sabiendas de que el deporte tiene más sazón cuando llevas hierba, fango y agua por todo el cuerpo o cuando sabes que dar un solo paso temeroso significa resbalar y caer.

En una de las paredes, el tiempo ha perpetuado una zona de strike y el béisbol de goma o trapo ha cobrado sus propias normas, de manera que es tan malo quien la bota de jonrón como quien se la lleva de foul; cualquiera que la ponga en el techo se convierte enout por regla.

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Poco antes de que la maternidad ocupara su vida y después del mucho empujar de las primas, ella matriculó en un técnico medio de la salud que algún día le hubiese puesto todo en bandeja para concretar una licenciatura. Apareció, entonces, el embullo de tener en las manos, por lo menos un momento, la posibilidad de romper el hilo de una existencia aparentemente condenada al comadreo y las comidas en tiempo.

Se dijo que sí, que cómo no. No importaba que cada jornada exigiera viajar casi 30 kilómetros puesto que había guaguas, camiones y máquinas que de forma constante iban y venían.Tampoco vio problema en levantarse temprano, en reencontrarse con las ya olvidadas rutinas de estudio, en el que dirán los compañeros del pelo, las medias, los zapatos… de la guajira. Todo aquello era, no más, el reto.

Su padre y su compañero resultaron los únicos en mirar la empresa con recelo. Le comentaban intrigados que “tú haces lo que quieras, pero ¿Qué tienes que meterte a estas alturas en esas cosas? ¿Para qué si aquí no te falta nada? Tienes casa, familia… ¿Tú sabes lo que es estar todos los santos días de la semana por dos años en el pa´rriba y pa´bajo sola sin necesidad?”.

Y ella, si bien ensordeció sus oídos al comienzo, fue viendo en aquellas palabras el aval oportuno para replegarse ante cada rostro medianamente feo que se le ponía en frente. De a poco, el “haces lo que quieras” canjeó el tono de sugerencia por el de mandato y su uniforme blanco y azul no tardó tres meses parahallarse en la perpetua clausura de una gaveta para trapos viejos.

***

El señor de la luz antes entraba como Pedro por su casa… abría la reja, desandaba los 20 metros de jardín y llegaba hasta el metrocontador. Poco menos de seis meses atrás tuvo que reprimir sus licencias porque el perro andaba suelto. Como el animal no conocía a ningún Pedro y el cobrador de la luz resulta un hombre extraño que, para colmo, llega en bicicleta, dos filas de dientes lo comenzaron a separar de las cifras del aparato registrador de kilovatios.

Cuenta la vieja de la casa que, por aquellos días, el de la luz se mostró disgustado e intentó persuadirla para amarrar al can. Le decía que era un peligro y podría atacar a alguien que entrara a la casa. “Pero me acordé de que yo soy González y de que a los míos nadie me los toca. “Escuche lo que le voy a decir: yo al perro le pongo ropa y zapatos, la comida… que la salga a buscar él”“.

El señor de la corriente llega esta vez algo nervioso. No sabe que el perro está amarrado por sospechas de “guapear” su alimento, pero ya, a fuerza de ladridos y dientes para afuera por meses, ha acabado en educar sus conductas.

“Mi amiga, cómo está. Mire, su corriente nunca tiene problemas, hágame el favor y dícteme el numerito para copiarlo”.

En Sabanilla solo existe algo preponderante sobre la costumbre… y es el miedo.

***

“Sabanilla, Sabanilla/ La tierra de Juan Gualberto/ Aquí te espera una yunta/ un ara´o y el surco abierto”, reza una peculiar cuarteta de por aquí, que da argumentos a quienes dicen que, en este pueblecito de Unión de Reyes, el sueño de un niño no va más allá de ser tractorista. Para las niñas aún no se componen esa clase de rimas.

Sin embargo, Sabanilla se las arregla para, como todo, ir cargada de matices: médicos, maestros, ingenieros, músicos, poetas, corredores de caballos, palomeros, militares, bandidos, pescadores, shopitrapos, funeraria y hasta una discoteca que se levanta como orgullo y desgracia de los vecinos de la periferia.

Sabanilla tiene gente que se marcha, otros que se quedan y algunos que van y vienen en busca de paz, mamoncillos, chirimoyas, amores furtivos… o de un charco con fango y gusarapos, donde, con algo de suerte, se junten ciertas tristezas con lo más afectivo de la memoria.

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Mario tuvo el mundo a sus pies. Creció en un equipo ganador, el Internazionale de Mourinho, y era el llamado para sustituir a grandes de la delantera como Diego Milito o Zlatan Ibrahimovic.