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Una familia de EEUU se desintegra en cámara lenta

Liany Guerrero y su familia solicitaron asilo político en 2001, después de huir de Colombia por las amenazas de violencia. La petición fue rechazada. Foto: David Gonzalez/The New York Times.

Cada mañana, Juan Villacis se despierta y mira el techo de su habitación mientras recuerda con tristeza que está lejos de su hogar. Hasta noviembre había construido una vida modesta en Queens, donde él y su esposa trabajaban como fisioterapeutas mientras sus hijas gemelas terminaban la universidad. Son una familia muy unida que pagaba impuestos, mantenía su casa y no se metía en problemas.

Sin embargo, los están deportando.

Después de que les negaron el asilo político, están viendo cómo su familia se desintegra en cámara lenta. Villacis, de 57 años, fue deportado en diciembre a Ecuador, su país natal, pero donde no ha estado en los últimos 31 años. A su esposa, Liany Guerrero, le ordenaron regresar a Colombia la semana pasada —de donde ella y su familia huyeron en 2001 para escapar de las amenazas de violencia y secuestro de los rebeldes—, pero graves problemas médicos le permitieron obtener una extensión de treinta días para tratarse unos quistes en los senos y otros padecimientos.

Sus hijas gemelas de 22 años, que llegaron a Estados Unidos cuando tenían 5 años, están enfrentando la incertidumbre generada por el debate en el congreso sobre el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA, por su sigla en inglés), que les permitiría quedarse y trabajar.

Todo esto pasa mientras el presidente Donald Trump insulta a los inmigrantes de Haití y África, y envía mensajes contradictorios sobre lo que pasará con DACA.

“Me parte el corazón que las familias de todo el país estén lidiando con esto”, dijo Jillian Hopman, la abogada de la familia. “Como vimos a lo largo de la semana pasada con lo que creímos que sería la reforma de DACA, no creo que Trump sepa lo que quiere. Solo es algo político para calmar a su base electoral. Sin embargo, me parece repugnante e innecesariamente cruel que no vean a ninguna de esas personas como individuos”

Aunque él y su esposa se presentaron regularmente ante las autoridades migratorias a lo largo de los años, Villacis se había preparado para lo peor. Las declaraciones nacionalistas del presidente —y el entusiasmo que despierta su discurso airado entre la base electoral republicana— hicieron que pusiera en orden sus pendientes. Le instaló un salvaescaleras a su madre, que vive en el segundo piso y camina con dificultad, y les mostró a sus hijas cómo controlar la calefacción, encargarse de la hipoteca y cuidar la casa.

Sus hijas, Liany y María, ahora deben ocuparse de su abuela y ayudarla con sus citas y tratamientos médicos. Aunque la madre de Villacis —una ciudadana estadounidense— había hecho una solicitud para que obtuviera la residencia, su petición no será considerada hasta dentro de casi cinco años.

Su esposa no ha aceptado lo ocurrido y aún tiene la esperanza de que escuchen sus peticiones o de que algún político interceda. Sus amigos le han sugerido que no regrese a Colombia y se quede donde está. Sin embargo, Guerrero se rehúsa a ser fugitiva.

“¿Por qué haría eso?”, preguntó. “Si mi vida se vuelve inestable, Juan estaría aún más desesperado de saber qué estoy haciendo. Mis hijas jamás estarían tranquilas. A pesar de todo, siempre hemos hecho lo correcto. ¿Por qué haría algo ilegal ahora?”.

Guerrero había esperado que ella y su esposo pudieran tener más tiempo para preparar a sus hijas y ayudarlas a comenzar sus carreras. Ahora le preocupa que Liany, quien trabaja en finanzas, y María, que se acaba de graduar con un título en mercadotecnia y está buscando trabajo, tengan que ponerle pausa a sus vidas para asumir más responsabilidades. Eso si no terminan por ser deportadas.

“No quiero cerrar así este capítulo de mi vida”, dijo Guerrero. “Que te obliguen a irte es muy penoso y triste. El dolor, la incertidumbre y la depresión de todo lo que está pasando son demasiado grandes. Hay días en los que creo que ya no puedo más”.

Ha estado particularmente contrariada por su esposo, a quien no le permitieron despedirse de su familia, lo esposaron y lo detuvieron en la cárcel del condado de Bergen en Nueva Jersey antes de deportarlo junto a los miembros de una pandilla, traficantes de drogas y otros criminales. De noche, sus gritos lo mantenían despierto. Durante el día, se quedaba en el interior e incluso se rehusaba a salir al patio para respirar un poco de aire fresco.

“No quería ver el cielo y saber que debía regresar para que me encerraran”, explicó.

Habla de la misma manera práctica acerca de la posibilidad de que él y su esposa sigan con sus carreras como fisioterapeutas, ya sea en Colombia o en Ecuador. Por dolorosos que hayan sido los últimos meses, Villacis ha encontrado consuelo en su manera de reaccionar.

“Después de todo eso, aprendes a ser una mejor persona”, dijo. “Entiendes mejor a la gente. Ves a los inmigrantes y a la gente trabajadora. Lo que me pasó me ha ayudado a ser más humilde, más sencillo y a entender a las personas”.

(Tomado de The New York Times en español)