"Dichoso tú, Mariano, que has podido ver los tres grandes ríos, el Eúfrates, el Nilo y el Almendares."
José Lezama Lima
Discreto, como si nunca hubiera pretendido ser un céntrico suceso de la bella Habana, el sigue dando frescor y sosiego. Embelesa humildemente con todos sus recuerdos en la corriente, esos gracias a los cuales no olvida que en tiempos de oro ofrendó agua cristalina a la ciudad.
Tuvo él todo esplendor, cuando fue ruta obligada hacia el corazón de la campiña habanera y en sus zonas aledañas crecieron vegas de tabaco, haciendas, ingenios azucareros y lugares donde aserrar la madera olorosa. Todo ese florecimiento que de seguro el río guarda y arrastra en su memoria, dio riquezas a La Habana de hace siglos.
Nadie, sin embargo, se atrevería a decir que él ya no es venerable: ahí está el rumor de su cuerpo, y el verdor que de cerca lo escolta y que nace de gigantes árboles, de telones tejidos de raíces y hojas, de troncos desde los cuales sigue empinándose la vida.
Permanece su hechizo que atrae a los cubanos ávidos de purificación, del buen destino, o sencillamente de una paz a cuyo abrigo pueda tejerse un diálogo de cómplices.
Los hijos de este archipiélago, insulares en todas sus puntas, irán siempre en busca de las aguas, pues no pueden vivir sin verlas, sin sentir ese arrullo que les aplaca la ansiedad y los sustos del pecho.
Por eso el Almendares sigue siendo un universo que sobrecoge, que no sucumbe al olvido, que pasa lleno de paciencia, de episodios ancestrales y a la vez de nuevas promesas para quienes le visitan a sabiendas de que él siempre preferirá acallar sus historias.
