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En busca del Bodegón de Goyo (+ Audio)

Aquí estuvo El Bodegón de Goyo

Aquí estuvo El Bodegón de Goyo. Foto: Marta Valdés.

Hablo de La Habana de día a finales de los cincuenta en el siglo pasado;  no de esa fábrica de fantasías a la que suelen referirse como "la Habana de noche" quienes, por aquel entonces, no habían nacido o todavía no habían llegado a una estatura como personas mayores. La Habana de noche, como forma de recreación, pertenecía a quienes disponían de abundantes fondos económicos, no a la mayoría de la gente joven con ganas de disfrutar la música en vivo, y el trago justo en buena compañía. Pertenecía al músico, como forma de esforzarse por hacer nombre y economía (mirándolo bien, a gusto, lo cual siempre es ganancia). El músico de noche no era portador de esas lucecitas que se ven en las fotos de época, a veces apropiadas para servir como portada en las revistas, en los affiches  o en las carátulas de los discos sino que corría del primer show del cabaret al pequeño bar cercano para "doblar" antes del segundo show y, tal vez, carenar a altas horas en algún casino para hacer un poquito más. La gran mayoría de las personas para quienes tenía valor y no precio su sonido, su manera de improvisar, personas a quienes no se les ocurría pensar en frecuentar esos lugares suyos de trabajo, dormía profundo durante estas jornadas, a la espera de un día detrás de otro. Esa era, en realidad, la gente que configuraba la vida musical en la otra Habana, en La Habana de día: vecinas y vecinos que escuchaban durante horas su ensayo en solitario, gente de paso que se detenía delante de su ventana a  gozar de esas proezas inéditas, jamás dibujadas por el trazo de un copista en los papeles que le esperaban noche a noche sobre los atriles.

Habana de día aquella de reunirse dos o tres músicos por la tarde, hoy en una casa, el domingo en otra para descargar esa energía acumulada que fabrica dentro de nosotros la buena música tragada a grandes o pequeños sorbos junto al tocadiscos o echando medios en la victrola de la esquina, ante los oídos de todo el que pasara, de todo el que estuviera, de todo el que se acercara. Aquella esquina de barrio donde sonaba la música de jazz fresca, fresca, acabada de llegar porque en la victrola de un sitio abierto y cerrado a la vez, enorme y pequeñito llamado El bodegón de Goyo, el hijo del dueño se daba el gusto de colocar una música nada populachera, música a pulso como lo eran las interpretaciones de un par de cubanos cuyos discos no aparecían a la venta ni sonaban por acá pero que estaban gozando de una muy merecida fama en México --José Antonio Méndez y Francisco Fellove- dos habaneros que no tenía nada que envidiarles en sus inspiraciones a los más grandes del bebop. Una victrola distinta y diferente que veía desfilar a músicos y fanáticos de lo más nuevo. Los solos de Peruchín, el repertorio del grupo de Frank Emilio, las descargas de Cachao, jazz cubano esplendoroso, alimentaba el ambiente en la esquina de Retiro y Clavel, en el barrio de La Victoria, a medio camino entre La esquina de Tejas y Carlos III.

Una sola vez pude darme el lujo de pasar una buena jornada junto a músicos y asiduos, entre la barra y la victrola de El bodegón. Piloto y mis amigos de Musicabana me habían complacido, al fin, llevándome allí por una razón más que justa: en aquel sitio, con solo sacar un medio, podía comprobar cómo, entre tanta música gloriosa, el dueño exigente había colocado un de los discos donde Vicentico Valdés cantaba uno de los boleros míos que grabó. Para colmo, también podía echar un medio y poner a sonar algo de lo que me grabó Fernando Álvarez. Todavía mi amiga Elena Burke no soñaba con entrar en el ámbito disquero, como no fuera atrayendo la atención en algún solo brevísimo desde las filas del Cuarteto D'Aida, con aquel vozarrón de timbre nunca antes (y después) escuchado.

Solamente dos veces, en  poco más de medio siglo y después de haberle pasado muy cerca sin atreverme a mirar, he vuelto a pararme delante de lo que fue El Bodegón de Goyo. En el transcurso de tantos años, me daba por no virar la cabeza hacia el sitio, cuando pasaba en cualquier tipo de transporte y en cualquier dirección por la calle Infanta y decía para mis adentros: entre todas las personas que estamos pasando por aquí, nadie más que yo sabe que, más o menos  allí, estuvo el Bodegón. La primera de esas dos veces fue un día entre semana, al borde del mediodía. Caminé contando los pasos, como si dudara de mí misma. Cuando llegué al lugar que perfectamente recordaba, alcé la vista con mucho cuidado --digamos a la defensiva-tratando de amortiguar el golpe que esperaba y llegó, al enfrentarme al descuido imperante en lo que había sido la fachada modesta de un establecimiento habanero limpio y pintado, como era costumbre en todo sitio público que tuviera como objetivo mantener el flujo de  clientes asiduos, como verdadera estrategia para su estabilidad. Un hombre mayor, incluso algo mayor que yo -que ya es mucho decir-exclamó como para que yo lo oyera y en tono provocador: "-¡el Bodegón de Goyo!". Yo lo miré y hablamos un poco de sus recuerdos como persona del barrio, que nada tenían que ver con mis apreciaciones salvo el común sentimiento de nostalgia ante algo que desapareció del mapa y que el descuido y la desmemoria habían convertido en poco menos que nada.

La tarde del primer domingo de este año, salí con mi camarita casera a matar una tristeza verdosa que se me había pegado. Cualquier cosa que consiguiera desviar mis sensaciones, sería bienvenida. Todo estaba cerrado, alguna gente conversaba sentada en la acera con sillas y todo; de acera a acera, dos vecinas se entrecruzaban las quejas de una dolencia cuya naturaleza no atiné a captar, con los pelos y señales del milagroso cocimiento de yerbas para un alivio seguro; más cerca de Infanta, en el hueco de una puerta, tres hombres y una mujer habían armado un partido de dominó. Llegué a la misma esquina de Retiro y Clavel, me paré en diagonal con la fachada de lo que fue el Bodegón. Así cerrado -domingo al fin- y con un cierto toque de color, no se veía tan feo. Nadie me preguntó qué hacía allí y, como pude tomar con toda tranquilidad esta foto que les traje, respiré profundo y me fui a pasear por entre las columnatas de Infanta, sacando mi camarita de vez en cuando, acordándome del cocimiento de las dos vecinas y diciendo para mis adentros: remedio santo, aquella tristeza verdosa se me fue por el camino viejo, me voy a casa corriendo para escuchar a Fellove cantando su insuperable Mango mangüé, recuerdo de mi única, inolvidable visita al Bodegón de Goyo.

Almendares, 27 de febrero de 2011

Fellove canta Mango mangüé