La flauta misteriosa del Matadero
En el barrio de Luyanó, cerca del actual "paso superior", estuvo enclavado, durante los años de mi infancia, un misterioso pedazo de mundo que despedía constantemente olores, hollín y una gran variedad de sonidos.
Todavía escucho algunas veces dentro de mi cabeza aquellos grillos y chicharras que me dejaban bien claro el misterio de la noche cuando ya la sirena que llama al trabajo y lo despide no sonaría hasta mucho después, cuando el tren no anunciaría ya su tránsito por la línea que bordeaba el "llega y pon" donde vivía la señora con tantos hijos a quien mi abuela le guardaba comida. Gente educada y pobre, muy pobre, familias y personas solas, hombres mayores, un misterio del lado de allá de las vallas colocadas en la Calzada de Concha que no dejaban ver las casitas armadas con lo que sus ansiosos moradores habían ido encontrando a mano; mujeres, hombres, niños y niñas todos negros como Sergio, mi primer amiguito, hijo de la señora que venía todos los días; como su mamá y sus hermanos, como Saavedra, el amigo que se sentaba a conversar con mi abuelo durante los ratos de inactividad en el garajito donde se ganaba el sustento entre fotingos y camiones que paraban a echar gasolina.
Punto y aparte para entrar en el tema de hoy, porque fue desde el centro mismo de ese amasijo de ruidos y olores, desde ese pedazo de suelo cercano al matadero, pegado al tramo de la línea del tren por donde se asomaba invariablemente al mediodía la pobreza más descarnada,, desde donde estuvo saliendo, noche por noche, el primer sonido que me dio a entender, como por arte de magia, que el ser humano podía sacar quién sabe de qué artefacto, la maravilla de una música.
Era la flauta de Dempsey, el jamaiquino del "llega y pon", que a veces se acercaba también a abuelo y se pasaba un rato farfullando frases sólo inteligibles gracias a la generosidad de su interlocutor. Era en mis oídos de niña, al ritmo de la mecedora, la dulce y sobrecogedora manera de entrar al primer sueño; era el sonido todopoderoso que anunciaba la llegada de la música en su esencia más pura, como escapada de cualquier rigor impuesto desde fuera, renaciendo cada vez con una forma diferente; era -mejor dicho-el acto mismo de la creación apostando por el ser humano que no está dispuesto a dejarse reducir en su dignidad por obra de la pobreza material.
No me preguntaba -a mis cuatro o cinco años de edad- cuál había sido la historia de Dempsey el jamaiquino, ni por qué hablaba tan diferente a nosotros ni qué fuerzas mayores le habían hecho inseparable de su flauta para siempre. Lo que sí puedo asegurar es que, gracias al escalofriante vuelo de aquel sonido que me embelesaba por las noches, un día me lancé a nadar sin miedo en aguas profundas de la música donde más de una vez, en medio de la lucha de estos dedos frágiles por entre las cuerdas de la guitarra, me vino a la memoria, en su razón de ser clara y verdadera, la flauta misteriosa del Matadero
Almendares, 3 de julio de 2010
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ahhh!!! qué buen homenaje al viejo Dempsey, que usted haya seguido sus pasos por el quehacer musical,usted lleva dentro de sí parte del patrimonio inmaterial que le legó el jamaiquino.Honrar Honra.
Qué belleza...