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La piedra en que viven los orichas

altar-orichasLa presencia más cotidiana del oricha para el santero se verifica en el cuarto de santo -igbodú-, templo genuino, espacio privilegiado del culto, sede visible y tangible del poder divino, morada construida por el hombre para las deidades con el fin de ofrecerles su sacrificio permanente y asegurar su proximidad y su disposición a escuchar los ruegos, a premiar (y a castigar).

Se trata de un genuino espacio simbólico, en el cual incluso los objetos profanos más cotidianos se abren a la vida religiosa y adquieren un nuevo sentido: el sentido simbólico de su relación con lo sobrenatural. En ningún otro espacio se revela con tanta transparencia la cultura y el estilo de vida de los santeros como en estos recintos (salones, aposentos, cuchitriles o recodos de una sala) que Fernando Ortiz llamara sagrario y sancta sanctorum, cuyo montaje y manutención en condiciones urbanas de ordinario absorbe colosales esfuerzos humanos y recursos materiales. Cabe llamar la atención sobre el notable paralelo existente entre esta práctica de la santería cubana -que continúa la tradición yoruba y, en alguna medida, la tradición católica-y la de los antiguos griegos y romanos, en cuyas casas no faltaban los altares, las hornacinas ocupadas por imágenes de divinidades e, incluso, pequeñas capillas y oratorios. Sin lugar a dudas, el cuarto de santo (o espacio de los orichas) cumple, a un tiempo, las funciones de oratorio, capilla y templo. A él acude diariamente el religioso para elevar sus preces a los orichas y a los espíritus de los muertos, protectores de la casa y la familia.

El centro simbólico del cuarto de santo son los otá (u otán), piedras consagradas al culto regular de los orichas, es decir, construidas por el hombre para comunicarse con lo sobrenatural a través del sacrificio, en particular, de la inmolación de animales y las ofrendas. Es la misma piedra que, en su sencillez y presunta indestructibilidad, ha inspirado la idea de eternidad y ha sido elevada a la dignidad de centro del mundo en las más diversas culturas.

En cierto sentido, esta piedra es un altar: "ara o piedra [monumento en general] destinada para ofrecer el sacrificio", según el Pequeño Larousse Ilustrado; no así en aquel otro significado que parece haber ido adquiriendo en la cultura popular, al menos cubana, que lo vincula con la teatralidad y la pompa de las celebraciones. Pero, al decir de los religiosos, en estas piedras -llamadas fundamento- "viven los santos" y "cargarlas con sangre" es uno de los momentos rituales decisivos de la iniciación.

Sólo en la mitología la deidad adquiere la figura externa del ser humano. Su forma sucinta y permanente -sumaria, diríamos- ante la conciencia religiosa es la piedra consagrada al oricha, en la cual ésta última se hace visible, audible, tangible, y se presenta como una suerte de condensación de su poder absoluto. Tan intensa y vigorosa es esta presencia, que algunos santeros no ven en el otá un simple símbolo del oricha, sino al propio oricha. Poco importa el aspecto ordinario y "primitivo" de la piedra: para el pensamiento fetichista -que atribuye a entes naturales determinaciones inherentes de forma exclusiva al sistema de relaciones sociales establecido entre los seres humanos-, ésta es la deidad, la fuerza sobrenatural que determina directamente la vida de los seres humanos y su conducta, y no sólo una representación, un signo o un símbolo suyo. Sin embargo, de forma mayoritaria, los religiosos levantan vuelo sobre esta identificación vulgar de lo ideal con lo material, e incluso se muestran prestos a enojarse ante la blasfemia que, a su juicio, entraña la pregunta dirigida a esclarecer su parecer al respecto.

Desde esta perspectiva, la piedra sacramentada se percibe claramente como una cosa que no se representa a sí misma, sino representa a la deidad ("le sirve de soporte"). En este sentido, es una hierofanía religiosa: un objeto simbólico que, a la par que forma parte integrante del mundo profano, manifiesta una realidad sagrada.

Lo distintivo de la hierofanía propiamente religiosa estriba en el hecho de que a lo sagrado que en ella se expresa se le atribuye un carácter sobrenatural, es decir, se concibe como una cualidad capaz de producir una ruptura radical con el mundo natural y revelar la existencia de un "más allá" ajeno a las regularidades que rigen en éste. El "algo" que se manifiesta en las hierofanías religiosas no es simplemente lo sagrado, sino lo sobrenatural, que es, por así decirlo, "lo sagrado" por excelencia, el súmmum de lo sagrado.

Al adorar la piedra en su realidad inmediata, lo que se adora es la fuerza sobrenatural que "habita en ella" o, con más propiedad, que ella manifiesta. Por mediación de múltiples rituales mágicos, en la práctica y la conciencia religiosa la piedra se trasmuta en realidad sobrenatural y el ser humano procura vivir en su proximidad, penetrarse de ella, vale decir, de su potencia sagrada, de su realidad, su perennidad y su eficacia.

En el plano lógico más general, la relación existente entre la divinidad y "su" otá es idéntica a la que existe entre la idea de la patria y la bandera nacional correspondiente, o entre el valor de una mercancía y una moneda en la cual este valor está representado. En esta relación, la figura ideal (la patria, el valor, el oricha) conserva su total integridad e independencia con respecto a la cosa en la cual se realiza.

Huelga insistir en que el habitat real del oricha (su espacio simbólico) no es exclusivamente la piedra sacramentada que en la representación de los religiosos le sirve de "soporte" material, y ni siquiera la totalidad de los objetos asociados directamente a su culto. El oricha existe en un espacio mucho más amplio y del todo real: el espacio físico (material) de la cultura religiosa popular cubana, en el que sus vicisitudes mitológicas se entretejen de forma cambiante con los modos históricos en que los cubanos producen y reproducen su vida material y espiritual, organizan sus relaciones con la naturaleza, entre sí y con los restantes pueblos del mundo.