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La furia de Yemayá

Ola tapa el Faro del Morro durante el Huracán Wilma, 2005En Yoruba. Un acercamiento a nuestras raíces, Heriberto Feraudy Espino refiere una historia, viva aún en la Nigeria de nuestros días, sobre la diosa (o dios) del mar Olokun, cuyo culto se halla asociado en Cuba al de Yemayá:

Un mito sobre Olokun relata que estando éste furioso con la humanidad por el desprecio que la misma sentía hacia él intentó destruirla devorando la tierra. Ya había conseguido acabar con buena parte de las personas cuando intervino Obatalá, quien logró atar a Olokun con siete cadenas obligándolo a regresar a su palacio y abandonar tan funesta idea.

Compárese esta referencia con un patakí recogido por Lydia Cabrera en Cuba a mediados del siglo XX:

Se preparaban grandes fiestas en honor de los Orichas. Yemayá Ayabá estaba en su afín (palacio) y no le llegaron noticias de que fuera a celebrarse ninguna fiesta en su honor. Resentida con la humanidad que no le rendía el homenaje que merecía su Majestad, resolvió castigarla sepultándola en el mar (...) La mar se hinchó ennegrecida, infinita, y los hombres que vivían más lejos de las costas vieron, aterrados, un horizonte de montañas de agua correr hacia ellos. Imploraron a Obatalá para que intercediera con Olokun, y a tiempo, pues las olas ensordecedoras de agua ya casi los alcanzaban. Obatalá se interpuso entre Olokun y sus criaturas. Yemayá Olokun iba sobre una ola inmensa, llevando en la mano un abanico, un abebé de plata. Obatalá levantó su opadé, su cetro, y le ordenó que se detuviera. Yemayá respetó a Obatalá y éste la hizo prometer que abandonaría su designio de aniquilar a la humanidad. Pero cuando el mar está picado, cuando se alzan olas amenazadoras, porque Yemayá está enojada, se piensa que si Olokun no estuviera encadenada se tragaría la tierra.

Casi sobran las palabras. No es preciso salir del ámbito de estos dos relatos en busca de términos dislocados en otros, para poner de manifiesto su identidad estructural.

Desde un mismo punto en el tiempo y el espacio –principios o mediados del siglo XIX en el país yoruba–, dos líneas independientes de transmisión oral de la tradición, con posibilidades despreciables de interceptarse, han conservado a lo largo de ciento cincuenta años y a través de la reconstrucción capital del complejo cultural que las anima, no sólo la estructura básica del relato, sino virtualmente las mismas secuencias narrativas con sustituciones de poca monta: Olokun es ahora Yemayá Olokun o Yemayá Ayabá, y el resorte de la acción no es ya la furia del oricha ante el desprecio humano, sino su resentimiento con los hombres que no le rinden el debido respeto.

Lo demás son contingencias y puro colorido, que denotan la pluma del recopilador. Pero no concluye aquí la vida de este patakí orgulloso como la esfinge. La historia del mar colérico que desata su ira sobre la humanidad irrespetuosa no está enterrada en el pasado: renace en el tiempo que corre cada vez que los hombres se hacen merecedores de castigo.

Gran preocupación causó entre los santeros la llamada "tormenta del siglo" que hostigó la isla de Cuba el 13 de marzo de 1993. Muchos no dudaron en vincular el desastre con la furia de Yemayá.

Según Modesto, "el fenómeno reciente no fue cosa de Yemayá, sino de Olokun. Yemayá y Olokun son dos santos distintos. Los dos son dueños del mar, pero Yemayá vive en la superficie y Olokun en las profundidades. Eso salió de lo profundo." Según Enma, la suciedad de la bahía habanera habría sido la causa de la tragedia: "Si no se limpia la casa de Yemayá, ella bota lo que sobra. Lo mismo hace Ochún. Se desbordan. Ante estos fenómenos hay que pedirle piedad y misericordia a Yemayá para aquellos que no tienen la culpa de que no se limpie el malecón."

Un tanto diferente es la explicación de María, quien, no obstante, sostiene con firmeza la misma tesis: la tormenta tuvo su origen en el incumplimiento de los deberes religiosos.

"Eso no se explica con ciencia –asegura. El problema es que no se le da de comer a Yemayá Olokun como se debe. Hasta los años cuarenta y pico se reunían nueve babalaos, los más viejos de todos, hacían una cesta de frutas, además de los animales que come Olokun (pato, paloma, guinea, carnero) e iban al mar. Allí daban de comer los animales a Olokun y después le daban la fruta, para refrescar. Cuando ese santo levantaba la cabeza para recibir la comida, el babalao al que miraba con sus ojos quedaba allí mismo, moría. Ya nadie lo hace, nadie quiere sacrificarse. De ahí la furia de Yemayá, que nada puede parar. Ese muro que están levantando frente al Hotel Riviera para frenarla es una sonsera con Yemayá. Ella salta ese muro aunque lo levanten hasta el cielo […] En mi casa ni nos enteramos de lo que pasó con el mar, porque yo le doy de comer a mi techo como se debe, con un pescado bien adobado que se pone allá arriba."

¿Intervendría Obatalá también en esta ocasión? ¿Impedirían su autoridad y sus siete cadenas la devastación total de la isla? En todo caso, los elementos del relato están a la vista y no resulta difícil hilvanarlos en una narración: "Cierta vez, el mar estuvo a punto de tragarse la tierra…"

(Tomado de: Lahaye Guerra, Rosa María de y Rubén Zardoya Loureda. Yemayá a través de sus mitos, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1996)