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Latones voladores en Santo Domingo

Amaury en Madrid. Foto: Petí

Desde 1978 y hasta la fecha, me presento con frecuencia en la República Dominicana, otro país que amo. En uno de mis viajes, a finales de los ochenta, invité a una cena, propuesta por los empresarios de ocasión, a todos mis músicos e incluí a una amiga actriz y presentadora de la televisión dominicana, llamada Ivonne Beras Goico, que nos había ayudado mucho en la promoción de los conciertos y a quien quiero y admiro todavía. Ella me dijo que la acompañara antes a su casa, porque había un apagón casi general en la capital y quería ver cómo se encontraba su hijo que era muy pequeño.

Subimos las escaleras. Su apartamento, creo recordar, estaba en un cuarto piso. Ivonne encendió velas para iluminarnos antes de ir a arropar al niño. Me dejó solo en un espacio desconocido. Las penumbras me pusieron nervioso porque no soporto la oscuridad, y claustrofóbico como soy, decidí salir a la terraza a tomar un poco de aire fresco. Desde la sala y a través de la noche se alcanzaba a ver a lo lejos el esplendoroso maridaje de la ciudad y el crepúsculo.

Con las prisas no tomé en cuenta un pequeño detalle: la puerta de cristal de la terraza estaba cerrada. El vidrio, de tan limpio, se me hizo traslúcido, invisible, inexistente, mi tránsito hacia el balcón fue un trámite común, corriente, casi vulgar. Juro que no lo advertí, corrí hacia el “mirador” con singular estilo y presteza, el resultado fue catastrófico; apachurré mi rostro contra la portezuela que, de milagro, no se deshizo con el leñazo. El batacazo fue tan sonoro que debió conmocionar a todo el edificio. La amiga salió del cuarto y me preguntó: “¿Qué vaina fue esa, Amaury, y ese ruido?”. Y todavía atolondrado le respondí: “¡Nada, muchacha, que tiraron del techo un latón de basura e intenté mirar!”. No se me ocurrió nada más estúpido.

Ella, incrédula, abrió el balcón, recorrió la terraza, se asomó al barandal, miró en todas direcciones, y comentó meditativa: “Qué raro, Amaury, aquí no se lanzan latones, la basura se deposita en la calle y en bolsas plásticas”. Mi explicación era lo suficientemente absurda para que ella, observándome, insistiera: “¿Y esa sangre que te sale por la nariz?”. “¿A mí?”. “Sí, a ti”, agregó. “¡Ah, debe ser que me subió la presión!”, le dije con ligereza. Primero muerto que hacer el ridículo ante una dama. Con prontitud me introdujo, dudosa y delicada, un par de algodones en las fosas nasales para contener la hemorragia y así ambos, yo taponeado, con un moretón en la frente, y ella espléndida, nos dirigimos al restaurante.

Mis músicos acompañantes se asustaron al verme, y a uno de ellos, Manolo G. Loyola, mi tecladista, sentado a mi diestra, le conté en un susurro lo que había ocurrido; se orinó literalmente de la risa. El ridículo ajeno provoca esos desatinos de la vejiga. Los que nos invitaron a cenar habían reservado en el restaurante un apartado también rodeado de finísimos cristales tomando en cuenta, con mi popularidad de entonces allí, la incomodidad de ser interrumpido constantemente por los admiradores mientras cenábamos, pero empezaron a cuchichear porque mi amiga les contó bajito, con discreción, de latones voladores, profusas hemorragias nasales, extraños sonidos nocturnos, y puertas cimbreantes. Poco a poco, lo que era un clandestino comentario entre mi tecladista y yo se convirtió en un secreto a voces entre todos los comensales.

Lo que pasó después fue algo tan hilarante que no lo he podido olvidar. Luego de dar cuenta de unas cervezas Presidente, algunos vinos y un par de tragos de ron Barceló, mi amiga se disculpó y decidió ir al baño, pero tampoco se percató que estábamos rodeados de aquellos otros vidrios transparentes y estampó también su rostro contra la portezuela provocando un nuevo estruendo de altos decibeles que todos pretendimos obviar por gentileza.

Cuando regresó del tocador, un hilo de sangre bautizaba sus labios. Los concurrentes, espantados, le preguntamos mientras la auxiliábamos: “¿Qué te pasó, Ivonne?“, a lo que ella respondió risueña: “No se preocupen, señores, lo que ocurrió fue que tiraron un latón de basura de la azotea y me debe haber subido la presión!”. Mis músicos, ya advertidos de mi “dominicano accidente”, se arrastraron por el piso en una mayúscula risotada.

Desde entonces miro por donde camino y dudo ante cualquier transparencia, las ciertas, o las imaginadas.