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A mi maestra Estervina: Una lección de amor

Sonia posee la distinción “Comprometidos con la Primera Infancia”, que otorga el Centro Latinoamericano para la Educación Preescolar. Foto: Yordaka González Arceo.

Sonia posee la distinción “Comprometidos con la Primera Infancia”, que otorga el Centro Latinoamericano para la Educación Preescolar. Foto: Yordaka González Arceo.

No conservo ni una foto de ella. Y su acento con la zeta me ha perseguido desde los 6 años, cuando me enseñó a leer las primeras palabras y con ello me enseñó a leer la vida. Estervina era su nombre, así con V y no con B. Llevaba siempre vestidos largos, una cartera con lápices para los olvidadizos, sacapuntas para salvar cualquier contingencia y fotos para mostrarnos paisajes, héroes y sentimientos.

Su piel negra escondía muy bien los 55 años que decía su carnet. Y era maestra desde los 20, por tanto cada lección de Matemática, Español y Lectura (eran las clases básicas de mi primer y segundo grado) traían la impronta de una sabiduría pedagógica que hoy puedo valorar con más claridad. Siempre daba los buenos días, nunca la vi triste ni pesimista. Y hasta caramelos regalaba cuando sacábamos Excelente.

Nunca dio reglazos a los intranquilos, tampoco ponía hacer líneas a los habladores, y a los más atrasados en el aprendizaje les dedicaba una hora más de repaso después de las 4:30 de la tarde. Vivía sola, pero se sentía la maestra más acompañada del mundo. Su naturalidad llenaba de luz aquella escuela primaria de Centro Habana.

Pero Estervina marcó a los más de 20 niños que estábamos en su aula con una historia penetrante y que por vez primera escribo. Ojalá algunos que la vivieron conmigo puedan ampliarla mejor que yo cuando la lean, cual homenaje a una mujer imprescindible en lo que somos hoy.

Un día le tocó explicarnos por qué Carlos Manuel de Céspedes era el Padre de la Patria. Trajo láminas de cartulina con su foto, leyó un texto con la carta del Capitán General en la que le pedía perdonarle la vida de su hijo Oscar a cambio de renunciar a sus principios, escribió en la pizarra la respuesta tajante de Céspedes y hasta hizo preguntas de comprobación.

Pero ella sabía que era bien difícil para niños de 6 y 7 años apropiarse de ese contenido histórico. Muchos, a decir verdad, memorizamos las frases escritas en la pizarra, pero pocos entendimos la esencia de aquel suceso tan determinante en la vida de los cubanos en el siglo XIX. Entonces Estervina optó al día siguiente por otro método, por lo que mejor sabía hacer ella: contarnos la historia desde ella.

Después del matutino nos sentó en el piso en forma de círculo. Ella cruzó las piernas ¡a sus 55 años! y empezó a contar. “Ustedes tienen a sus mamás y abuelas en las casas. Esas son como una patria pequeña. La escuela y la sociedad son la Patria Grande. Y en esta aula, en estos pasillos, en esta escuela, yo soy su mamá, su abuela y al mismo tiempo maestra, por tanto yo pudiera ser la Madre de la Patria Grande”.

Por supuesto, todos entendimos de golpe la comparación. Ella era nuestra Madre de la Patria Grande porque a todos nos consideraba sus hijos, porque no le gustaba que nadie hablara mal del otro aunque no coincidiéramos en criterios; porque no tenía meta mayor como educadora que enseñarnos a amar un país por encima de compartir en una misma aula creyentes y ateos; porque disfrutaba la poesía y la prosa de Martí como mismo la vimos bailar rumba y guaguancó; porque compartía una sonrisa cuando te ganabas un Excelente en la libreta y regalaba otra cuando ibas mejorando en la lectura o te aprendías la tabla del 3, del 4 o del 9.

Siempre quise contar esa anécdota porque los maestros marcan la vida de generaciones, de niños que se inician en el aprendizaje y en el amor a su país. Quizás por los cientos de Estervinas que cada uno tuvo en su educación primaria somos hoy mejores profesionales y seres humanos. Y aunque no tengo foto de ella, ni pude despedirla a sus 96 años, siempre llevo en mi corazón una de las primeras lecciones más auténticas de amor a mi Patria, a mi Cuba.