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¡Solavaya! y otras consideraciones

Foto: Archivo Granma.

Si bien con la llegada de la Revolución ningún presidente de Estados Unidos exhibió su mejor cara, a este que está a punto de irse habrá que despedirlo con un sonoro ¡solavaya!

Su rabia, distintiva de una casta que se alimenta del culto a la arrogancia, lo ha hecho merecedor del mayor repudio por parte del pueblo cubano. Simplemente, no hay quien se lo trague.

Y sin embargo, tanto afuera, como aquí adentro, no faltarán quienes lloren (ya están llorando) su partida, pues ella pudiera significar, además del comedimiento financiero en favor de una envejecida “causa cubana”, el desinfle de un sueño largamente acariciado.

No hablo solo del belicoso de San Isidro visto en la televisión masticando palabras como si fueran cristales para proclamar en inglés su “Trump 20-20”, sino de otros más escolarizados, y no menos soberbios, que pensaron que con el trumpismo podían cerrarse las brechas de una contrarrevolución aupada eternamente desde el Norte, cuando todavía los soldados rebeldes estaban en las montañas,  y en las ciudades cualquier  joven “revoltoso” –como lo llamaban lo esbirros– valía menos que una bala.

Son muchos años tratando de dar sentido a actitudes inexplicables, como que una mujer negra, vestida de blanco, a tono con un grupo de damas que ella representa y que –está probado– cobran por la bulla que hacen, llegue a Miami y, en el mismo aeropuerto, se desgañite pidiendo que no cese el bloqueo, se apriete el bloqueo, ahogue en vida el bloqueo a las mujeres y hombres de su país, incluyendo mi hijo (y muchos hijos) que ahora mismo se recuperan de una operación en un hospital cubano, donde los médicos se las arreglan para que no les falte nada y, si les falta, resolver de alguna manera.

Pero evitemos las emociones. Hace años, en un congreso de periodistas, medio en serio, medio en broma, dije que la culpa de las deficiencias que podía tener nuestra profesión la tenía el imperialismo. Ya la frase, de tanto utilizarse –no pocas veces con razón–, resultaba trillada y hubo risas. Recordé entonces que ha sido precisamente el acoso criminal de ese imperialismo el que obligó inicialmente a ser reservados, cautelosos, no ofrecer datos, contener las críticas a nuestros errores para “no darle armas al enemigo”, teorías y prácticas que, a la larga, se fueron entronizando y terminaron por hacernos daño, aunque de eso, por suerte, se va saliendo.

Un teórico defensor del liberalismo, Isaiah Berlin, amplio conocedor de la obra de Marx y Engels, recomendaba “leer al enemigo para poner a prueba la solidez de nuestra defensa” y poder “averiguar qué tienen de flaco, de débil o de erróneo las ideas en las que creo”.

Leo al enemigo y al que, no siéndolo, piensa diferente.

Llama la atención, sin embargo, que tanto lo que pudiera considerarse el “enemigo inteligente”, como el burdo, o el mero propagandista tarifado, suelen estar unidos por el mismo cordón umbilical de una intencionalidad desestabilizadora en lo que a la Revolución cubana concierne.

Para no hablar ya de las campañas apocalípticas, de las mentiras cotidianas y la manipulación de la verdad como lo más natural del mundo. O de la llevada y traída posverdad, enmascaramiento sensiblero encaminado a modelar la opinión pública y conducirla por un laberinto de tergiversaciones, donde todo lo que huela a socialismo es alma que se lleva el diablo: ¡Vade retro, Revolución!, que frente a ti todos los ataques son válidos.

Rialta Magazine es una revista digital donde leía interesantes trabajos sobre sociedad, arte y cultura. Sin abandonar su perfil ecuménico, la publicación empezó a llenarse de trabajos teóricos que, desde una discursiva artística, apuntaban directamente al corazón de la Revolución cubana: cine, literatura, artes plásticas, ríos de tinta, como se decía antes, no a partir de la ética razonable que aporta luces y convida al debate, más bien desde una intencionalidad conspiranoica de tintes políticos que empalaga a cualquiera que busque objetividad en los análisis.

Fue en esa revista donde me enteré de que Otero Alcántara era un artista. No en un trabajo, sino en varios y firmados por personas supuestamente avezadas en el terreno de la interpretación. Toda una orfebrería de la hermenéutica empeñada en hacer creer que, si una vez hubo una vanguardia transgresora, en ese mismo cauce contemporáneo clasifica el hombre de la bandera cubana defecando en un inodoro.

Palabras y más palabras, citas, artilugios del lenguaje, conceptos de extremidades torcidas, como si en un colchón de lucha libre tuvieran lugar los alegatos. Y mientras leía me acordaba del gran Caravaggio, tan escandaloso en la vida pública como en su obra, que sin ser un bocón fabricado para ¿cambiar sistemas sociales?, hasta con la policía se las tuvo que ver debido a su carácter irrefrenable. O en Dalí, acaso el más impúdico y extravagante de aquel grupo de genios donde Picasso revolucionaba. Artistas todos, claro.

“El ritmo de la historia de las artes no es sociológico ni político, sino estético”, dijo certeramente Milan Kundera, anticomunista y buen escritor.

¿Estética, arte?, cabe preguntarse, viendo desnudarse ruidosamente al hombre envuelto en la bandera, al que algunos especialistas le aplauden “artísticamente” cada contorsión o escandalito político que elucubra, y del cual se alimentan los cazadores del “infortunio cubano”, encargados de venderlo al mundo como si de un nuevo Caravaggio se tratara, mientras el bloqueo no es lo suficientemente impactante para aparecer en titulares.

Cierto que el arte y la cultura tienen complejidades que parecieran nunca dilucidarse porque los pensamientos aleatorios pueden ser tan múltiples como contradictorios, y está muy bien que exista ese conflicto intelectual que enriquece, pero el gato por liebre ofende y las ingenuidades se pagan.

Lo que no quiere decir que, en el río revuelto de jóvenes y menos jóvenes reunidos frente al Ministerio de Cultura, falten ideas y proposiciones dignas de ser discutidas sin perder la percepción necesaria para captar lo legítimo, apartar la hojarasca, y frenar lo contrarrevolucionario.

Por todo ello, ¡solavaya! para el mandatario del Norte que se está yendo, y para cuantos, en el terreno del pensamiento y las acciones por venir, convierten la dichosa sinceridad de la que tanto hablara Rodin, en un engaño.

(Tomado de Granma)