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¿Llegaremos a vacunarnos?

Cuba, lunes 27 de abril de 2020, en La Habana. Foto: Ismael Francisco.

¿Quién que viva al tanto de lo esencial puede olvidar el susto que un mal día  nos pegó la única ausencia del doctor Durán en la conferencia diaria sobre la COVID-19? Fue en una jornada de escalofriantes números de contagiados (74) y de alarmante dispersión del virus por casi todos los municipios de la capital. Peor aún: a partir de entonces volvieron al reporte provincias que se consideraban a salvo.

Por suerte, lo de Durán fue un malestar pasajero, el agotamiento de una voz nunca antes obligada a esforzarse tanto, interpretando datos y respondiendo dudas detrás de una mascarilla durante largos meses. Las otras señales de aquel día no fueron tan fugaces. Los números han llegado a rondar el 100 y por más que bajan, ya no han vuelto a un solo dígito, mucho menos al cero esperanzador que duró tan poco tiempo.

Tomo de referencia a Durán no solo por el susto de aquella mañana. Tuve la suerte de que me ayudara a despedir la última emisión de Zona Roja, el programa que durante tres meses transmitió Radio Rebelde los lunes y viernes en las noches, para recoger los testimonios de nuestro personal de salud que, dentro y fuera de Cuba, se jugaba la vida en las áreas de mayor riesgo. Todos regresaban al país o a sus hogares sanos y satisfechos de haber aportado algo al retroceso mundial de la pandemia. Afuera, el trabajo de nuestras brigadas ganaba reconocimientos universales. Adentro, los protocolos criollos habían resultado tan efectivos, que apenas quedaban ingresados graves y ninguno crítico en los hospitales.

La curva se había aplanado por debajo de las previsiones matemáticas y todas las provincias, incluso La Habana, pasaban, eufóricas, a la primera fase. Recuerdo cómo la esperanza nos animaba aquel día. Aun así, el epidemiólogo fue conservador y emitió duros comentarios sobre el primer evento –informado 24 horas antes– que inició la cadena de los varios que ahora nos están devolviendo al encierro involuntario. Le pregunté a Durán si nuestra gente, tan bien informada, caía en esos errores por la confianza en la medicina cubana y los días sin fallecidos que acumulábamos. Terrible paradoja –dije–, que tener tan buen sistema de salud provoque actitudes irresponsables.

Respondió lacónico y directo: “Es un error. La COVID-19 mata”. Y cuando no mata, deja secuelas, algunas de ellas desconocidas, porque de esta enfermedad aún sabemos poco, explicó con sus palabras el experto.

Fue entonces que hablamos de otro tipo de daño: el que sufren los trabajadores de la salud, metidos en la boca del lobo de la epidemia durante dos semanas, para luego encerrarse en una cuarentena de dos semanas más; el de los investigadores, ocupados en leer decenas, cientos de láminas, para identificar a los contagiados; el de los científicos, acelerando el tiempo para obtener la vacuna, en días de más de 24 horas de pruebas y ensayos; el de tantas y tantas personas, alejadas de sus seres queridos para dar servicio a los afectados... Lo despedimos deseando reencontrarlo pronto caminando por alguna playa, su mayor deseo. No ha podido hacerlo.

Todos, absolutamente todos los que entrevisté o entrevistaron otros colegas, han dado pruebas inéditas de consagración. Literalmente, se matan por salvar al resto, en una hermosa competencia por “quién da más”, pero... siempre hay un pero. O dos. Y más.

Después de casi seis meses a toda máquina, ¿cuánto más podrá sostenerse este ritmo de trabajo bajo la presión de un virus que aprendió a camuflarse en pacientes asintomáticos? ¿Qué obligación pueden sentir las mejores personas, las más dispuestas al sacrificio, con aquellos beneficiarios de su esfuerzo que se han contagiado por no esforzarse una milésima parte de lo que ellos? ¿Hasta cuándo podrá una economía, ya debilitada por el recrudecimiento del bloqueo, soportar el peso de tantos gastos hospitalarios y cuarentenas?

No se me ocurre convertir esto en una queja ni tengo a quién señalar puntualmente por los retrocesos, el rebrote o lo que sea que medio mundo está sufriendo en las últimas semanas. Solo sé que cada pico de la epidemia coincide con lo que se ha dado en llamar eventos; es decir, reuniones, encuentros, celebraciones donde se han irrespetado las orientaciones básicas de higiene personal y distanciamiento físico y social.

Rechazo la crítica en abstracto. Personalmente, me duele y me molesta asistir como una escolar a cuanta información u orientación se da sobre la COVID-19 y sentirme casi culpable de lo que no hice por las acusaciones sin nombre. Ya se sabe que en comunicación los regaños no funcionan, porque casi siempre los reciben los “bien portados”, quienes menos los merecen. Estoy casi segura, por ejemplo, de que  quienes nos leen ahora mismo están entre esos.

Al mismo tiempo, no me consta que quienes violan elementales medidas de bioseguridad vean la conferencia mañanera o tengan el hábito de revisar nuestra prensa. Y si lo hacen, no será para seguir o respetar los mensajes que las autoridades sanitarias emiten continuamente por todos los medios. En fin, que no creo que tenga sentido desgastarnos con regaños dirigidos a los monosabios de esta historia, que no ven, ni oyen y si hablan es para escupir su ignorancia (y quizás el virus) sobre el resto. A esos, la multa fuerte y hasta la prisión si burlan normas y diseminan la epidemia.

Toca hacerlo ya, en nombre de las heroínas y los héroes de estos meses. Esa gran parte de la nación que somos, la que aprendió a pensar y actuar solidariamente sin esperar más recompensa que el orgullo nacional inflamado por los indiscutibles éxitos de sus hijos más nobles, inteligentes, consagrados, creativos. Esos que no han podido pisar una playa este verano, ni liberarse del nasobuco –que también les molesta, y no se quejan–, ni celebrar en familia los cumpleaños, las graduaciones o cualquier evento que se guarda en la memoria de los mejores momentos.

En cuanto a los que no nos leen, ni nos oyen ni nos ven; los que ni siquiera se interesan por saber de la maravillosa historia que está escribiendo su pequeño país en el peor momento para el planeta, hay que buscar el modo de enterarlos de que la Soberana 01 no cura. Ninguna vacuna salva a contagiados, por muy asintomáticos que sean, ni  evita las secuelas. Se vacuna a los sanos para que no enfermen. Llegar al pinchazo, que demorará meses para la mayoría, exige cuidados, más mientras más cerca estemos de ese día.

Lo terrible, lo inquietante, lo verdaderamente trágico, sería que los irresponsables se apoderen del trecho que nos separa de ese momento y nos impidan llegar. Los que no han dormido en estos meses para quitarnos el miedo a la muerte y para inmunizar a una nación entera, merecen realizar su sueño.