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Aduriz

Futbolista Aritz Aduriz. Foto: Marca.

Talló su incipiente capacidad goleadora en los campos de Lezama, a la sombra de la única y verdadera catedral que tenía —y ya no tiene— el fútbol español en el viejo estadio de San Mamés. Allí perfeccionó, en intensas jornadas de entrenamiento físico y mental, la única concepción que le reportaría éxitos durante más de dos décadas dentro de los terrenos: cuando el balón llegara a sus botas, si el más mínimo resquicio abría camino rumbo a la portería, el joven Aritz Aduriz, por entonces uno de tantos imberbes jugadores vascos con el sueño de vestir la franela del Athletic, debía mandar, al menos, nueve de diez balones al fondo de las mallas.

Y de esta forma, chutando y fallando, en la obstinada rutina de elevar el acierto y
convertir el golpeo efectivo en un automatismo, logró educar sus dos piernas en el arte del balón. Fue entonces cuando comenzaron los avezados técnicos de la cantera bilbaína a olfatear el talento que tenían en sus manos, y a él dedicaron buena parte de su tiempo y esfuerzos: ya no solo debían lustrar las dotes innatas de un auténtico delantero centro, sino que contaban a su favor con un carácter idóneo para alguien encargado de anotar goles.

Un nuevo acierto de la legendaria cantera del Athletic. Aduriz logró de a poco entrar en los planes y convertirse en uno de los temidos leones de San Mamés. Sin embargo, comprendió que para triunfar en casa debía primero aruñar sus pieles en otras tierras, errar en categorías menos importantes, donde los fallos duelen más, pero cuestan menos, esquivar las tensiones de novato en escenarios menos exigentes para consolidar así aquel temple que ya tenía cuando descubrió que el fútbol era lo suyo.

Trastabilló y salió en ocasiones de la vereda del éxito, como salen y trastabillan casi todos los grandes. Sufrió rachas de sequía, cuando el arco contrario se achicaba al tamaño de una caja de fósforos y los balones parecían sortear con tirria el espacio entre los tres palos. Sintió las rechiflas que sienten aquellos delanteros divorciados del gol. Y así forjó también la paciencia necesaria para esperar el momento preciso, con sangre fría y mucha perspicacia, con la certeza de que un buen delantero debe escurrirse como una mosca de las vistas de los centrales y decidir con la rapidez con que un aficionado de la grada choca sus dos palmas.

Tanta inteligencia tuvo sus frutos: Aduriz marcó decenas de goles y consiguió, incluso, llamar la atención de los técnicos de la selección, cuando más de medio equipo nacional dividía sus dorsales entre madridistas y barcelonistas. Levantó copas y también aplausos. Su currículo engordó año tras año, gol tras gol, ovación tras ovación del viejo y del nuevo San Mamás, que de 2012 a 2020 pudo disfrutarlo al fin con asiduidad. Y que en estos últimos ocho años tuvo la oportunidad también de descubrir a aquel crío que decidió irse al Burgos una década antes para regresar mejor a casa.

Aduriz, más que estadística, es miedo. Matizo: pavor. No el suyo, no. Quienes sí
tuvieron esa horrible sensación, aunque seguramente ninguno lo confiese para evitar arañazos en sus hinchados orgullos, fueron muchos de los defensores que le tuvieron enfrente, sabedores de que ni la perfección en su trabajo podía detener los caprichos de un delantero de raza. Ora en encima del punto de penalti, ora en el exterior del área, ora tirado a la lejanía de la banda, el vasco era un incordio. Incluso cuando muchos osaron llamarle viejo y el viejo osó desafiar sus años para sorprender a medio mundo con acrobacias de adolescente.

Ya lo sé: no tiene Aduriz la zurda de Messi, ni la derecha de Ronaldo, ni las cifras
estruendosas de Lewandoski. A muchos les parecerá exagerado, incluso, formar
demasiado aspaviento con su ausencia, tratándose del ídolo de un club que gana un título de Pascua a San Juan. Pero a algunos nos ha tocado la fibra sentimental el descubrimiento del punto final en la agenda de fútbol de Aritz.
Hoy, mientras en las canchas de los estadios los aplausos bajan en formato digital y un jugador grande debió marcharse sin una última ovación, los porteros le despiden, mientras por dentro suspiran de alivio. Sus compañeros le ensalzan. El fútbol, un poco más huérfano que antes, sufre en silencio la pérdida: todo será igual, pero nunca más podremos gritar un gol de Aduriz. Y eso, no sé por qué, me resulta un motivo tremendo de tristeza.

La frase:

 “Y ganar, y ganar, y ganar, y volver a ganar, y ganar, y ganar, y ganar, y eso es el fútbol, señores”. Luis Aragonés.