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La rebeldía del “cuerpo negro” y las leyes “ilegales”

La peligrosa belleza de una llama naranja y de una barra de hierro calentada “al rojo vivo” oculta algo más que un fenómeno natural con el que ya estamos muy familiarizados. Ese hecho tan común fue un reto insoluble para el entendimiento humano hasta hace poco más que un siglo.

Una llama es un fenómeno cuya descripción científica, la que permite su dominio total, es bastante compleja y requeriría muchas más líneas que las disponibles. Baste decir que la luz naranja más o menos intensa que emiten las llamas de un bosque ardiendo, o de una vela, o de un fósforo encendido, se debe a partículas calientes, muy calientes. Se producen durante el “quemado”, o la reacción química del oxígeno del aire con las materias que componen los vegetales. Están constituidas mayormente de agregados de átomos de carbono que salen hacia arriba impulsados por el aire, también caliente y por ello menos denso. La luz emitida depende de la temperatura de la partícula. Si no se han acabado de quemar, esas partículas se enfrían al salir de las llamas y por eso se apaga la luz naranja que emitían. Dejan entonces la huella característica del carbono: el hollín.

El fenómeno de que se le suministre calor a un cuerpo y este lo convierta en luz fue tratado por la teoría física clásica, considerada incontrovertible en el siglo XIX. Se postuló así la llamada “Ley de Rayleigh – Jeans” prediciendo, en pocas palabras, que mientras mayor fuera la temperatura de un cuerpo más energía luminosa emitiría. Así una barra de acero al salir del horno de fundición podría llegar a emitir luz ultravioleta y hasta rayos X si es que de veras estaba muy caliente. Para los experimentos de estas mediciones se inventó un dispositivo de laboratorio al que se le puso el original nombre de “cuerpo negro”. Estaba diseñado para que absorbiera toda la radiación que se le suministrara y que no reflejara nada. Por eso era “negro” por definición.

Sin embargo, ocurre que al absorber luz infrarroja, que no podemos ver porque nuestros ojos no están seleccionados para ello, el dispositivo se puede calentar a altísimas temperaturas pero nunca llega a devolver luz ultravioleta, al menos en la cantidad esperada por “la ley” clásica. A esto se le denominó con el dramático apelativo de “la catástrofe del ultravioleta”, por tanto que significó que una ley como la de Rayleigh – Jeans, establecida como general no se pudiera cumplir en ciertas condiciones.

Solo Max Planck con una idea revolucionaria en la Alemania de 1898 pudo explicar el fenómeno. Esa idea dio lugar, para el pesar de muchos conservadores, a una nueva forma de interpretar la naturaleza física que se llamó “cuántica”. Se trataba de ir a lo profundo, a las causas más íntimas de los fenómenos y abordarlas sin el prejuicio de leyes o dogmas preestablecidos, cambiando todo lo que debía ser cambiado. Se dice que el propio Planck no estaba muy contento con lo que estaba destruyendo al explicar la “catástrofe” de un modo no convencional, aunque a la larga ello le valiera el premio Nobel.

La “catástrofe del ultravioleta” es una gran enseñanza para el pensamiento humano desde las llamadas ciencias naturales. Puede que un determinado hecho sea generalizable y se pueda calificar como una ley de comportamiento. Sin embargo, la realidad es el criterio que nos debe condicionar. Puede que ciertas normas que parecieran únicas posibles por una determinada teoría, deban ser transformadas por otra teoría más revolucionaria para que los procesos se desenvuelvan mejor.

La crisis de una pandemia nos trae a escenarios inéditos que pueden ser importantes para cambiar lo que deba ser cambiado en lo hasta ahora legal para la economía revolucionaria de nuestra Patria, pero que no ha funcionado bien. La correcta exposición pública actual de las ilegalidades que todos sospechábamos que existían en infinidad de relaciones comerciales informales o no tan formales nos estremece. Inevitablemente conduce a que muchas de las increíbles acumulaciones de bienes que se han ido detectando y exponiendo por las fuerzas del orden público implican cadenas de relaciones mucho más complejas y extensas. Esto merece varias reflexiones.

Una es que las personas que acumulaban esos bienes se hacían de ellos a partir de un suministrador en nuestro sistema económico actual. Solo pueden ser el estado cubano o alguna entidad productiva privada que se supone supervisada y controlada por él a través del sistema tributario. Y que esa obtención ilegal de recursos es por ello solo un eslabón de una cadena de corrupción que comienza en otras instancias, siempre relacionadas con el estado. Sería muy saludable exponer la cadena completa y no solo una parte de ella a la opinión pública.

Otra reflexión es que la magnitud de los hechos demuestra que esas actividades cumplen, o cumplían un papel nada despreciable en la vida económica real del país: la que viven las personas y sus necesidades, no necesariamente las de un plan elaborado en una oficina. Si acumulaban madera y fabricaban con ellas ventanas era porque alguien necesitaba las ventanas y poseía de alguna forma el dinero para pagarlas al precio que fuera. El estado cubano estaba ajeno a esa transacción porque el sistema legal regulatorio de la economía la niega, o la ignora, o no tiene forma de tenerla en cuenta. ¿Debe o puede un sistema económico justo negar o ignorar por ley una necesidad?

La conclusión obvia es que estamos en presencia de lo que suele denominarse como la punta del témpano de hielo o “iceberg”. Solo se ve flotando sobre la superficie del agua la novena parte de su verdadero volumen, que está sumergido. Si esas personas encausadas por actividades económicas hasta ahora ilícitas afrontaban los riesgos de violar o ignorar la ley era porque hay demandas de la sociedad que no están siendo satisfechas por el entramado regulatorio de lo que hoy oferta el sistema económico cubano. Eso les compensaba el riesgo hasta para corromper a los encargados de velar por los bienes de sus entidades públicas.

Una sociedad socialista que aspire a ser próspera y sostenible no se puede dar el lujo de ignorar los requerimientos de todas las personas, sean de la índole que sean. Hay que cambiar lo que debe ser cambiado y hacer leyes revolucionarias, aunque no estén de acuerdo con dogmas preestablecidos, igual que hicieron los científicos con la catástrofe del ultravioleta. Se trata, esencialmente, de aplicar lo que ya hemos propuesto y escrito durante los importantes congresos partidistas y eventos sociales más recientes. La oportunidad de la presente crisis puede favorecer un buen curso para estos necesarios cambios.