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Retrato hablado

Estudiantes de medicina durante la pesquisa de la Covid-19. Foto: Abel Padrón Padilla/Cubadebate

Viene siempre a buen paso, ni lento ni apurado, y se detiene casi en el mismo punto entre las puertas de alambrón que abrí y cerré durante años, para mover el inolvidable Aleko que envejecía conmigo.

Le saca la cabeza a la cerca que protege el frente de mi casa pero, como el sol no da en mi acera por la mañana, lo miro a contraluz y no he podido verle los ojos ni intercambiar con él la más simple mirada. Siempre me ha resultado misterioso ese retrato hablado que algunos consiguen dictar.

En este caso, tendría que juntar, uno a uno, los rasgos de muy diversa naturaleza que me hacen necesitar, cada vez con más razón, ese momento mínimo en que su silueta rellena los huecos por entre los barrotes de la cerca de al lado. Luego pasa a mi marpacífico para detenerse, ladear un poco la cabeza, pronunciar sus cuatro exactas palabras y, ante mi respuesta, hacer una pausa mínima, una respiración de esas que se estilan en el canto entre frase y frase, tan breve que nadie me va a creer que pude captar, por debajo de la mascarilla que le protege el rostro, esa sonrisa que a mí me toca adivinar, gracias al don que me ha sido dado y la maña que tengo, de poner oído y registrar líneas, colores, paisajes enteros; cosas inasibles del mundo sentimental.

Ya sin querer, se ha hecho costumbre en mí esperar las cuatro palabras: Buenos días, ¿todo bien?, y adivinar cómo estarán las cosas por ese corazoncito, a partir de los intervalos que van delineando la frase musical con que se arma su retrato en vivo, cada vez que las entona, mientras deja entrever –sin darse cuenta– los misterios de su alma.

Paso ahora a ser yo quien pesquisa, cuando pregunto por él a mi vecina Haydée y salen a formar curvas y a dar vueltas, y se empatan y se sueltan, las líneas de un verdadero retrato hablado: ¡Ése es el muchacho de la otra cuadra, que estudia Medicina: el hijo del albañil que pasa por aquí!.

No quiero pensar que se trata de alguno de los chiquitos que por temporadas se empeñaban en venir de otros puntos de la vecindad a patear sus pelotonas y convertir sus torpezas en topetazos contra mi maltrecha cerca. Nunca supe el nombre de alguno de aquellos pequeños perturbadores de la calma que necesito para armar mis escritos o cazar al vuelo las melodías de alguna canción. Me pregunto: ¿creció y creció, y es ahora su mirada a contraluz por encima de la misma cerca de alambrón la que me hace sentir que importo?

Por las noches me paro en el portal y, mirando a través de la cerca hacia la callecita que conduce al consultorio, ensayo el mejor sonido que pueda con mis dos manos –las más envejecidas del barrio entero– para aplaudir pensando en él, deseándole un camino libre de obstáculos, agradeciéndole la transparencia y la creciente familiaridad con que me ha estado regalando cuatro palabras que todas las mañanas, hasta el fin de mis días, voy a extrañar o –más bien– a recordar con fe verdadera en lo que significa ser humano, en Cuba.

(Tomado de Granma)