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Detrás de la fachada

Giaveno, localidad italiana en la provincia de Turín. Foto: Wikipedida

Ahora suburbio de Turín —la capital del Piamonte, allí donde están nuestros médicos— Giaveno exhibe las calles asfaltadas y los edificios de apartamentos. De ahí salió mi abuelo a finales del siglo XIX a buscar fortuna, a «hacer la América», como solía decirse. De aquella numerosa familia sobrevive en el lugar la última descendiente, dedicada a la administración de sus propiedades. Había alquilado una de ellas, ubicada en la plaza principal, a un argentino de origen italiano. Era el regreso de los hijos de los antiguos emigrantes a una Europa que parecía mostrar un mirífico buen vivir. Convertido en administrador de un café, se quejaba de las dificultades económicas. «No se puede hacer nada», añadía, «porque vivimos en una burbuja que estallará en cualquier momento con el pinchazo de un alfiler».

La pandemia del coronavirus me hizo recordar aquella conversación. Estamos ante un mal invisible de origen desconocido. Los espacios noticiosos se encuentran desbordados por el tema. Cada mañana esperamos con ansiedad el informe sobre las últimas cifras. Se advierten los síntomas de una crisis económica de dimensiones imprevisibles. Tras bambalinas, las fuerzas en pugna por el dominio del mundo mueven las piezas para asegurar el jaque mate en el después. Mientras los científicos buscan afiebradamente la solución del enigma, se impone superar la angustia cotidiana en aras de convocar a la reflexión necesaria, porque el debate se libra también en el terreno del pensamiento.

La contribución de Charles Darwin al desarrollo del conocimiento tiene un valor inestimable. Caracterizó la evolución de las especies, proceso milenario a lo largo del cual sobrevivieron los más aptos y aquellos que demostraron mayor capacidad de adaptación. Las investigaciones posteriores confirmaron la tesis evolucionista con los restos fósiles que atestiguaban los eslabones que condujeron a la aparición del bípedo pensante, adiestrado con el dominio de las leyes generales de tan prolongada historia para no sucumbir ante el destino prefijado y convertirse en protagonista de su devenir. Procuró encontrar la felicidad en la acumulación de bienes materiales hasta agredir la naturaleza de manera irreversible. Como en la fábula tradicional, en ausencia del brujo, el aprendiz hizo de las suyas y desencadenó una violenta explosión, controlada tan solo por el regreso del maestro, vale decir, de la verdadera sabiduría.

La extrapolación de las ideas de Darwin al campo de las ciencias sociales engendró una ideología perversa. En la lucha por la supervivencia del más apto, en el empeño por extraer la mejor tajada, exacerbó el individualismo, el enfrentamiento de todos contra todos. Sirvió de sustento al fascismo en su defensa de la supremacía racial, la quiebra de principios éticos fundamentales y la aplicación de un genocidio sistemático.

Nadie está exento de padecer la enfermedad. Ocurrió con el Primer Ministro y el príncipe heredero en la Gran Bretaña, también con el príncipe de Mónaco. Pero, en las brechas agigantadas que separan a los países ricos de los pobres, a los privilegiados en el Primer Mundo de los guetos de miseria, de los campamentos donde se amontonan refugiados de todas las edades, de los indocumentados que ocultan su identidad, desprovistos todos de acceso a la salud, a los medicamentos y a las pruebas diagnósticas, la pandemia se traduce en la práctica en un darwinismo social, en genocidio étnico. Los perdedores, material desechable, no aparecerán en las estadísticas.

Sin remontarse al origen de los hechos, vale la pena recordar algunos datos recientes. Fidel impulsó el pensamiento y el desarrollo de la ciencia como partes integrantes de la soberanía nacional. En la década de los 80 convocó reiteradamente a economistas y a dirigentes sociales a afrontar la amenaza representada ya entonces por la deuda impagable. Era un dogal que condenaba a la servidumbre a nuestros pueblos, reducidos a privarse de los beneficios sociales más elementales para entregar a los bancos el fruto de su trabajo y la esperanza de un porvenir mejor.

En la década de los 90 situó en primer plano el llamado urgente a salvar la especie. Ante la anemia y la subordinación de los Estados, la especulación financiera prosiguió. La crisis estalló en 2008. Miles de deudores fueron deshauciados. Carentes de techo, muchos se refugiaron en cualquier parte. Muchos apelaron al suicidio como única alternativa posible. Pero el dinero de los contribuyentes se invirtió en salvar a los bancos de la quiebra.

Mientras los humanos permanecen confinados, los tigres duermen plácidamente en las carreteras de Sudáfrica. Es una advertencia. Estamos llegando a un punto de no regreso. Es hora de escuchar los reclamos de la naturaleza, de desgajar al mundo del dominio neoliberal del capitalismo especulativo, de producir para saciar el hambre de todos, de eliminar la chapucería de los aprendices y acoger la sabiduría del brujo, de compartir los resultados de la investigación científica, de condonar la deuda impagable contraída, de poner en práctica la auténtica solidaridad.