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Eterno Preciado

Manolo Preciado tendría 62 años. Foto: El Mundo.

Cuando pasen los años y todavía sea el fútbol el opio de los pueblos, muchos nombres perderán su brillo entre el grosor de una larga lista de imprescindibles. Y quedarán condenados al olvido decenas de aquellos que un día pujaron por ver al resto desde un altar e hicieron de la presunción el pan suyo de cada jornada. Recordarán entonces los hijos de nuestros hijos solo a aquellos que dejaron más amigos que trofeos, a los queribles seres que amaron al deporte por encima de egos y propósitos.

Quizás por eso hoy, casi diez años después de su muerte, a muchos nos escuece pensar que Manolo Preciado tendría 62 años y que, probablemente, su simple presencia aportaría un ejemplo firme y necesario de pureza entre la bruma de banalidad que rodea el mundo del deporte. Bien lo saben en Gijón, donde su estatua vela día y noche a las afueras del Molinón los rumbos de su adorado Sporting; o en Santander, cuna de su leyenda y donde hoy un moribundo Racing le añora; o en Villarreal, aquel sitio que le acogió por última vez y quedó huérfano de su liderazgo.

Tipo bajo de estatura y acento ronco al hablar, bigote sobresaliente y expresión desenfadada, comenzó de zaguero cuando todavía los jugadores dejaban las pieles de sus rodillas sobre campos fangosos. Forjó su pasión cada domingo por la tarde en divisiones mayormente inferiores, entre patadas y goles.

“Era tan despistado que un día se puso a calentar con el equipo contrario y se dio cuenta después de un rato cuando los escuchó hablar en vasco”, recuerda su hijo Manuel. Cuando ya las piernas dejaron de servir para correr, decidió convertirse en entrenador y emplear sus dos mayores virtudes: cerebro y corazón.

Pero Preciado nunca sería uno de esos “Felices normales” a los que escribió Retamar en su dilecta poesía:

“Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente, / Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida, / Los que no han sido calcinados por un amor devorante, / Los que vivieron los diecisiete rostros de la sonrisa y un poco más”.

A Manolo la vida le puso un traspié tras otro. En 2002, su primera esposa, Purificación, murió víctima de cáncer. Dos años después, en accidente de motocicleta, perdió a Raúl, uno de sus hijos, quien solo tenía 15 años. Podría decirse que los golpes se metieron con el tipo equivocado.

“Cuando murieron mi mujer y mi hijo tenía dos opciones. Tirarme de un puente o seguir adelante. Decidí lo segundo”, dijo, soportando con voluntad los embates, convencido de seguir adelante también cuando su padre resbaló empujando un carro y pereció atropellado.

Parece una historia de terror. Es casi una historia de terror. Y en las historias de este tipo, sin acudir a florituras ni falsas loas, siempre hay un héroe con corazón blando y coraza de acero. Así era Preciado, capaz de convencer con su tono a quien le escuchara, gran gestor de vestuario y un caballero de los banquillos, pero también un tipo que decía lo que pensaba, de frente y a quien fuera. Como a José Mourinho, quien insinuó en una oportunidad que el Sporting había regalado el partido ante el Barcelona.

Ante la afrenta, ripostó Manolo, en defensa de su honor, pero sobre todo del de sus futbolistas y del escudo que lucía en su pecho: "si lo dijo como un chiste a mí no me hace gracia, si fue una provocación hacia el Barcelona no creo que consiga que le conteste y si lo dice de verdad es un auténtico canalla". Tiempo después, rendido ante su forma de ser, Mourinho le invitó a los campos de entrenamientos del Real Madrid. “Nos ha dejado una figura del fútbol y sobre todo una persona muy especial. Tenía todo lo que me gusta: carácter, trasparencia y valor”, confesó el portugués tras conocer la noticia de su muerte.

Le fue insuficiente construir un vínculo precioso con el Sporting, club que dirigió durante seis años, cuando en 2012 fue despedido arbitrariamente y debió hacer las maletas. El 12 de junio, apenas unas semanas después, acordó asumir las riendas del Villarreal. Ese mismo día, pasadas las 11 de la noche, sufrió un infarto y murió de lo más grande que tenía: el corazón.

Fue este el último golpe que le pegó la vida, ingenua, estúpida por pensar que le había ganado la batalla cuando en realidad había puesto solo la primera piedra de una leyenda mucho más grande: la de un tipo noble y con agallas, aquel que hoy despierta el orgullo de su hijo Manuel, quien le recuerda como “una persona normal, muy humilde, siempre con su coche sencillo, sin grandes lujos, sus partidas de cartas y su gente de siempre. Era muy positivo pese a los palos que nos dio la vida. Era feliz”.

Y si el panegírico incomoda a algún renuente lector, la vida de Preciado le premia con un resumen fidedigno: fue un hombre bueno. 

La frase:

“La gente no te engaña cuando la miras a los ojos o te da un abrazo llorando. Hay sentimientos que no se pueden fingir” (Manolo Preciado).