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A esa hora, alguien se salva

Caricatura: Adán.

El primer aplauso que recuerdo, el primero que debe haber tenido sentido en mi vida, data de cuando yo tenía poco más de tres años. En la puerta que daba al portal de casa de mi abuela, en Güira de Melena, observaba con rareza a mí mamá dando saltos de alegría y juntando con nerviosismo las palmas. Sus ojos apuntaban hacia un carro que mi memoria registra como blanco, del cual se bajaba un hombre, con un maletín o una mochila. Era mi papá que regresaba de Angola, que volvía para siempre, que al fin conocería a mi hermano.

Mucho tiempo después, una tarea de quinto grado daría pie a mi primer poema; el cual, con total soltura y marcada entonación, declamaría yo misma, una y otra vez, en matutinos o actos públicos fuera de la escuela. Ese inocente atrevimiento mío siempre era premiado con aplausos, aunque no sé si merecidos.

Durante mi adolescencia, la Casa de Cultura de San Antonio de los Baños se convertiría en un espacio imprescindible. Allí tomé clases de cuánta manifestación artística pude y conocí el vértigo subyugante de subirse a un escenario, que las luces te cegaran y empezara la función.  El corolario de aquel acto de magia, la cresta de la ilusión, era sentir el aplauso benévolo de nuestros padres y compañeros al terminar cada puesta.

Para el repertorio sonoro de mi niñez, imborrables son también el sonido exigente, impositivo, de las palmas de mi abuelo o tío; quienes las hacían chocar mientras demandaban que los jugadores de sus equipos de pelota le dieran al contrario un poncha’o o metieran un jonrón.

Otras transiciones y pasos en mi vida, como el escalafón del pre y la elección de la carrera, la entrada a la universidad o la graduación, estuvieron igualmente acompañadas del reconocimiento de mis seres queridos; de aplausos, explícitos o no.

En ese camino, además, fui aprendiendo a deshacerme en ovaciones cuando un concierto me tocaba el alma, cuando un profesor nos daba una clase “fuera de serie” o cuando una película me estrujaba. Los recuerdos de mis primeros festivales de cine en La Habana están marcados por las explosiones de salas repletas, cuyos espectadores agradecían, a palma limpia, cada risa, pensamiento o lágrima que les motivara una proyección.

Me sobrecogieron asimismo los primeros viajes, los primeros vuelos, y el gesto con que, invariablemente, los pasajeros agradecen a su tripulación haber llegado a su destino, sobrevivir a la osadía de surcar los cielos.

He sucumbido a la melancolía dignísima de las despedidas, cuando el que se va de algún lugar o alguna vida ha entregado tanto que las manos de sus compañeros no le brindan adioses, sino aplausos.

Pero nunca, nunca, había participado de un aplaudir tan sublime, tan masivo, como el de este 29 de marzo, cuando Cuba estalló en reconocimiento a sus médicos desde balcones y ventanas. Ya nos habían removido las aclamaciones de edificios enteros, en Italia y España, dando ánimos a sus héroes de la salud; escenas reproducidas en los aeropuertos de estos países por donde han pasado las brigadas cubanas.

En mi casa, desde ayer, decretamos que la cita de las 9:00 p.m. es sagrada; ni bloqueos ni pobrezas de alma podrán impedir que, a la hora del cañonazo, salgamos a la carga y permanezcamos en pie por nuestros médicos. Ellos estarán, aquí o allá, salvando en ese instante una vida; nosotros los acompañaremos, amándoles y agradeciéndoles, en el lenguaje de los aplausos.