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Los días y las gracias

Foto: Reason Why

Llevo casi 20 días en casa, de las varias decenas que pueden venir, de las que nadie sabe cuántas serán y, la verdad, no me quejo. Escribo en medio de una paz relativa, de una concentración torpe que se deja llevar por cada noticia que sale del tema obligatorio: “el nuevo coronavirus”.

No culpo a mi concentración, es demasiado insólito lo que nos sucede, demasiado trascendente como para impedir que cada neurona permanezca en estado de alerta. A pesar de avanzar casi a tientas en mi propósito, me reconforta saber que no pierdo el tiempo en esas reuniones que, al final, ni eran tan imprescindibles ni tan urgentes.

Hacemos, papá y mamá, tareas con Ernesto, de las que nos recomendaron las “seños” del círculo, y entre dibujos y recitales de números se esfuerza aún más nuestra imaginación por entretenerlo; a veces quedamos agotados, pero todas las veces nos reímos mucho juntos y nos agradecemos por tenerlo.

Hablo con mi cuñada, la que está lejos, un par de veces a la semana; poco tiempo, para evitar el agobio. Ella vive en el epicentro de la crisis en Italia y me ha dicho frases como: “aquí estamos, vivos todavía”; yo trago en seco y le doy gracias a Dios.

Para salir de la bruma le paso un video de Ernesto donde recita los colores en italiano. “Está listo para hacernos la visita”, me comenta, segura de sus esperanzas, con todos los motivos que justificarían no tenerlas, con todas las razones para aferrarse al mañana. “Claro, un día la vida volverá a ser la que era”, le respondo desde mi estado de confianza.

Con mi otra cuñada, la que está cerca, la epidemióloga, no he podido conversar hace rato. ¿Qué voy a decirle si la última vez que hablamos ella, tan responsable siempre con su trabajo, trataba de aguantar el llanto porque sabía que, a partir de entonces, una de cada tres noches estaría haciendo guardia y su hija dormiría sin su canto?

Sí, ya vamos para 20 días sin compartir con colegas de trabajo, sin visitarnos ni hacer tertulias de café; pero, ¿cómo voy a quejarme si lo único que debo hacer es tratar de escribir y mantenerme sana, desde mi aislamiento?

Experimento en la cocina, trato de que lo básico que tenemos sepa, o al menos luzca, diferente cada vez. Me doy el lujo de cruzar de un día para otro despierta y me levanto cuando ya el sol domina los espacios de la casa; duermo bien, duermo tranquila, quizás demasiado, quizás por ahora.

A veces creo que despertaré y reiré al darme cuenta de que todo era una pesadilla. Perdón, a veces creía. Llevamos en esto demasiadas semanas –el virus se detectó en diciembre de 2019-, como para seguir pensando que amanecer en otra realidad todavía es una opción.

En ocasiones bromeo con la singularidad del confinamiento; no es lo mismo no querer salir a la calle que no poder hacerlo; pero al final, en verdad, me domina poco la ansiedad y menos la angustia.

A pesar de que nuestra trama cotidiana parezca formar parte de una novela escrita por Saramago, desde su inmortalidad -en complicidad con el poder divino en el cual el escritor no creía-, me siento acompañada, me siento protegida y eso hay que agradecerlo.

Hay que agradecer a nuestros médicos, los que curan en Cuba y en el extranjero; los que salvan vidas humanas poniendo, tantas veces, la suya en riesgo; los que salen a trabajar con la preocupación de que su familia, a diferencia de otros momentos, también está expuesta a la posibilidad de enfermar. Los primeros solidarios, en cualquier rincón del mundo, son ellos. Ojalá se percataran, en un instante de lucidez, los que le critican a Cuba su vocación de hermana.

También hay que dar gracias a enfermeras y enfermeros, investigadores, técnicos y los que en cada instalación se ocupan de la logística; cada uno de ellos encarna un rol protagónico en esta realidad desmesurada que nos ha tocado vivir, con sensaciones de ficción.

Agradezco y admiro, aunque todavía no se lo he dicho, a la doctora que pasa diariamente a indagar cómo estamos. En cuanto le respondo “todo bien” me quedo pensando en las muchas cuadras que caminará con ese nasobuco que hace densa la respiración; en todas las puertas que tocará como parte de su pesquisa; mientras, nosotros, solo tenemos que permanecer, a salvo, del otro lado.

Doy gracias, desde la lejanía, por la ecuanimidad y preparación con las que el doctor Francisco Durán, director nacional de Epidemiología, ofrece sus conferencias de prensa. Para casi todos los cubanos, no hay momento más esperado en el día.

Por último, no tengo más que gratitud para nuestros actores de Gobierno. En sus rostros van ganando espacio los signos de cansancio y aun así nos transmiten fuerza. Nos llaman a protegernos con mascarillas y dan el primer ejemplo; nos aseguran salarios para permanecer en casa; nos afirman que comida y recursos de aseo básicos, aunque no en abundancia, estarán garantizados para todos.

Saben que no podrán librarnos de las colas, pero nos piden que de ellas libremos a niños y mayores, y que mantengamos el distanciamiento. Nos convencen de que una isla pobre y criminalmente bloqueada encontrará reservas en las cuales afincarse. Nos prometen que viviremos y venceremos. ¿Cuántas noches en vela costará hallar las soluciones para poder darnos mensajes de seguridad, de aliento?

Tanto compromiso hay que pagarlo con confianza, con fe. Juntos y echando mano a nuestras tristemente largas experiencias en gestión de crisis, saldremos adelante. Por manifestar esa certeza ya fui agredida y seguro me volverá a pasar; pues se sabe que, en ocasiones, de la COVID-19 se sirven, como enfermedades oportunistas, la ignorancia y la mala voluntad.

Finalizando estas letras mi esposo regresa de una salida necesaria, mi concentración vuelve a evadirse para recordarle que debe cumplir con los pasos 1 y 2 del protocolo hogareño: limpiarse la suela de los zapatos en solución de hipoclorito y quitárselos antes de entrar. Al retomar el texto me atrevo a imaginar, un tanto iconoclasta, si los que tienen a su cargo la inconmensurable responsabilidad de tantas vidas nuestras también protegerán a sus familias dejando los zapatos fuera de sus casas… aunque, por el ritmo de trabajo que llevan, parecieran dormir con ellos puestos, o no dormir nada.

Ahora sí debo acabar. Por cada párrafo de texto escrito, Ernesto ha gritado tres veces mamá; yo he tratado de mantener la integridad de mi acto creativo y le he pedido que sea un niño bueno y me deje terminar; porque si humanitario es hacer todo lo posible, desde cualquier ámbito y posición, para salvar vidas; de humanos es ser dignos y vivir, para dar gracias.