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El titular de la casona de Quinta y 14

“Por mucha vuelta que le den, ustedes dos siempre terminan en lo mismo. Parece que hoy el turno es de Grau”, comenta Bertha Hormaza. Foto: Mario Cremata Ferrán/Facebook.

Es 22 de septiembre de 2004 y estamos en la sala de su apartamento en la intersección de Cuba y Teniente Rey. El discreto rumor de los zanqueros y una retahíla de pregones surrealistas quiebran el silencio en esta Habana profunda. Una atmósfera densa, perceptible, flota en el aire.

Hoy cumplo 18 años y Juan Emilio Friguls ha sido de los primeros en telefonearme: “Muchas felicidades, hijo. Quisiera que vinieras para acá, pues tengo algo muy serio que contarte. Si no puedes hacerlo porque ya tienes otros compromisos lo comprendo, pero la que sí no lo entendería es Bertha, quien te ha preparado un dulce riquísimo”.

Bertha Hormaza es su compañera desde la época antediluviana: una viejecita encantadora e hiper selectiva en sus relaciones personales, a la que por alguna razón le caigo simpático. Cada vez que voy me malcría con golosinas o té, y hasta ha llegado a orar durante largos meses por la salud de mi abuelo enfermo.

“Qué le vamos a hacer. Siendo así, lo que ahora está en juego frente a la tiranía femenina es el principio de la caballerosidad y de la gratitud”, respondo. “Cierto” -apostilla él, desternillado de la risa al otro lado del auricular. “Además, no olvides que las mujeres mandan”…

Acto seguido, me hace prometerle que esperaré un almendrón que me deja en el Parque de la Fraternidad. Desde ahí, como quien busca el mar, lo que resta es bajar en caída libre por la calle que nace a nivel de la cúpula del Capitolio y muere en la Plaza Vieja. No hay de otra.

Como decía, ya estamos sentados en torno a la mesita de centro, casi sepultada por revistas, periódicos y fotografías. Solo somos él y yo, puesto que ella se retira a su habitación tan pronto dejamos de hablar de mi aniversario para ingresar en los vericuetos del pasado.

“Por mucha vuelta que le den, ustedes dos siempre terminan en lo mismo. Parece que hoy el turno es de Grau. ¿En serio? ¡Avemaría purísima! Tan mentiroso, tan seductor y tan canalla”, afirma, con un inusual repunte en el tono de su voz y con marcado énfasis en ese último calificativo.

Aunque lo intenta, el rostro de mi amigo no logra disimular su sorpresa, y hasta cierto malestar. Si hay alguien en este mundo que conoce el significado de la palabra mesura es su mujer, y esta mañana, en mi presencia, parece haberlo olvidado. Por eso me dispongo a aliviar las tensiones. Desvío la atención hacia las noticias del día, pero enseguida vuelve a caer en el “divino galimatías”.

Había comenzado por la época en que el Diario de la Marina le encarga entrevistarlo y lo ve desenvolverse con soberana astucia en los entretelones de la vida palaciega; años en los cuales irradia confianza en sí mismo; años en los que proyectar un optimismo vulgar es el abc de los políticos; años en los cuales la simulación y el cinismo del líder auténtico parecen institucionalizarse. Años de un “providencialismo espurio”, dirá Jorge Mañach.

En el afán de aportar la mayor cantidad de luces y sombras del personaje, a golpe de memoria debe reconstruir toda aquella atmósfera. Concluye el “gobierno de la cubanidad” y para el doctor Grau se ha abierto un paréntesis en el cual el pugilato por mantenerse asido a los filones del poder no cesa. Obviamente es difícil, después de haberlo detentado, hacer borrón y cuenta nueva. Pero su cuarto de hora pasó, y es más saludable que se dedique al ejercicio de su auténtica profesión: la medicina.

Llega enero del 59 y no se sube al carro de los que se van. Con su proverbial sentido del humor, se defiende ante quienes le reclaman una postura enérgica, lo cual se traduce en ir a refugiarse 90 millas al norte: “¡Qué va! Al igual que Hernán Cortés quemó sus naves, yo he prendido fuego a mis maletas. Además, de Cuba no me marcho. Aquí no hay que espantar a la mula, queridos míos, sino al caballo”.

Por fin, me cuenta sobre las visitas al expresidente en el ocaso de su existencia, y detiene su remembranza en aquellos primeros días de 1969 en “la chocita”. Con su endémica parsimonia lo veo extenderme un sobre amarillo sellado con un lacito de tela, que enseguida asumo como guiño cómplice a quien fuera su primitivo portador.

Treinta y cinco años más tarde, Juan Emilio Friguls me entrega esos papeles como aquel que se desprende de algo valioso, pero totalmente ajeno. “Quédatelos. Más que un regalo de cumpleaños te pido que lo asumas como un recuerdo de mi amistad fraterna. Ahora te toca a ti conservarlos. A ver si logras descifrar el halo misterioso que envuelve a ese palacio de la Quinta avenida y, quién sabe, hasta encuentres los tesoros que esconde”.

A tres lustros de ese día, he llegado a la conclusión de que quizás mi mejor etapa como aventurero buscador de túneles perdidos, pasadizos de película y puertas secretas haya acabado. O puede que, inconscientemente, quiera preservar intactos esos recuerdos tan gratos de mi cada vez más lejana infancia. Inclusive ahora, cuando me despido de la casona de Quinta y 14 después de veinte años sin recorrerla, aunque la encuentro más o menos igual que como la había dejado, me asalta la convicción de que ya su presente no me pertenece. Acaso ella sea la misma y el que cambió he sido yo.

“Lo importante, compadre -le digo a René, quien junto a Lidia, la directora, me acompaña en este viaje a la semilla-, es que los planos del palacio, que tanto añoras, están a salvo. Conmigo están, y lo estarán hasta tanto aparezca alguien que no sea demasiado apasionado y sentimental. Alguien al que, desde luego, le importe escribir la biografía que seguimos debiéndole al titular de esta chocita”.