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Laberintos

El rey de Creta le encomendó a Dédalo la construcción de un laberinto: un palacio de intrincados pasadizos donde se perdían todos, excepto Teseo, gracias al hilo de Ariadna, que lo guió hasta la salida.

Pocos días antes de morir, el 10 de diciembre de 1830, Bolívar contestó cuando el médico le recomendó confesarse: “¿Qué significa eso? ¿Estoy tan enfermo que viene a hablarme de testamentos y confesiones? ¿Cómo podré librarme de este laberinto?”

En el laberinto se entra y, después, todo son sorpresas: curvas, bifurcaciones, regreso al mismo punto, encrucijadas, ocultamiento de las salidas, caos aparente, líneas torcidas, sendas que no conducen a ningún lugar y obligan a rehacer el camino.

En El general en su laberinto, Gabriel García Márquez intentó descifrar lo que quiso decir Bolívar con esa metáfora. Jorge Luis Borges se dedicó a imaginar laberintos perfectos, lineales, rectangulares y circulares, espaciales y temporales. Imaginó un laberinto de laberintos que abarcaría el pasado y el futuro, y hasta las estrellas.

En El laberinto de la soledad, Octavio Paz describe a los españoles perdidos en un laberinto de nostalgia e introspección. Y el cuadro Las meninas, de Velásquez, pintado en 1815, es el reflejo del espejo espejo, del espejo, del espejo…

Miró pintaba laberintos para intrigar y entretener. Buñuel tenía una visión laberíntica del mundo. Cervantes se perdió en los corredores de la razón y la locura, de las luces y las tinieblas, entre Erasmo y Maquiavelo. Don Quijote somos todos los que nos negamos a distinguir entre sueño y realidad, ilusión y hechos, quimera y concreción, utopía e historia. La Mancha, con sus molinos de viento, es nuestra patria espiritual.

Nuestros héroes son personajes míticos impregnados de ambigüedad. Manipulados por el poder, despojados de su rebeldía, figuran primorosamente en libros didácticos o quedan congelados en estatuas públicas como el reverso de lo que fueron. Así, a los rebeldes mineros se les llama “inconfidentes”, que significa delatores, indignos de confianza. Y los bandeirantes, hoy consagrados en monumentos, caminos y carreteras, no están lejos de haber sido la versión barroca de los escuadrones de la muerte rurales. Que lo digan los pueblos indígenas.

Los brasileños nos movemos en dos laberintos fantásticos: el primero, la burocracia estatal con sus infinitos papeles, solicitudes y requerimientos, contribuciones y filas. El derecho concedido como favor y el burócrata travestido en sultán, dotado de poderes mágicos.

El segundo, el carnaval, fiesta en la que nos ocultamos tras las máscaras y vestimos el disfraz de lo que no somos. Allí nuestra identidad se desintegra y se recompone en el otro que se esconde en los entresijos de nuestra alma, ella también laberíntica, andrógina, compleja y cordial.

El carnaval es el gran ritual en el que le hacemos ofrendas a Momo en el altar de la alegría y el panteón de las carrozas, con nuestra rebeldía travestida en fiesta para deleite de los señores del poder, quienes, desde lo alto de sus palcos de lujo, estampan marcas de cerveza en sus camisetas y descorchan champán. Felices porque el ritual sublima la confrontación directa, la plebe allá abajo disfrazada de reyes y reinas, mientras que arriba ellos, de hecho, reinan; la plebe de casaca y sombrero de copa mientras ellos mandan; la plebe ridiculizando el poder y ellos ebrios.

Además de detentar el control sobre las almas, disfrutan dionisíacamente de la belleza de los cuerpos desnudos, en el espacio en que la sangre se transmuta en sudor y la sensibilidad alcanza la cúspide como expresión fortuita de una libertad negada fuera de los límites orgiásticos, prisión de todas nuestras pulsiones libertarias. Allí se rompen de manera virtual las fronteras de raza y sexo, clase y poder.

Los espejos movedizos del laberinto reflejan la dádiva de Momo unos pocos días. Después, sin disfraz, la realidad coloca a cada uno en su debido lugar. Y que nadie trate de transgredir los límites. Ni se atreva a desovillar el hijo de Ariadna para encontrar la salida del laberinto.

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Traducción de Esther Perez