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Roilán y Hemingway

Roilán Hernández (delante) y Alfonso Urquiola, dos glorias del beisbol pinareño

Es un compromiso escribir sobre pelota. Imagino a los brasileños con el fútbol. No pocas veces se les echarán encima inconformes con tal o más cual opinión, porque allí cualquiera sabe de su deporte nacional. Dé usted la vuelta por el mundo y será así. En las pequeñas islas del Caribe, colonizadas por Inglaterra, no se habla de otra cosa que de cricket y fútbol rugby, aunque prefieran al primero. Allí conocen al dedillo las interioridades del juego antecesor al béisbol. Sucede con los indios y el hockey sobre césped.

Por más de una década escribí el programa Almanaque Deportivo, para Radio Guamá, La señal sonora de la familia pinareña. Y descubrí que suceden cosas ocurrentes en la relación teclado-micrófono-radioescuchas.

El 18 de noviembre de 2003, salió al aire el que dedicamos al torpedero-minero Roilán Hernández (posteriormente fallecido), quien tuvo una fructífera carrera con los equipos vueltabajeros y junto a Alfonso Urquiola integró una excelente combinación alrededor de la segunda almohadilla. Aquella emisión contó con una alta audiencia; al final de mi crónica digo:

“Este mes Roilán cumple cuarenta y ocho años y sigue siendo el muchachito cariñoso, noble, de vida bohemia, que ha hecho del bar del Lincoln su rincón preferido, como algún día lo fue El Floridita para Hemingway..."

Alguien, que solo oyó el final, llamó para reprochar la comparación. Cuando me lo comentaron, reí un buen rato. Por eso es malo no oír ni leerlo todo. ¿Cómo se me hubiera ocurrido comparar a gente tan di­símiles? Aunque los he admirado a los dos, no existen puntos de contacto. Papa Hemingway escribió cuanto pudo y lo hizo muy bien, al extremo de obtener el Nobel de Literatura. Mi amigo Roilán, que yo sepa, no escribió nada, aunque me consta que fue un buen lector.

Al hombre de Adiós a las armas le gustó la pelota, inventada en Estados Unidos y multiplicada en Cuba. El norteamericano, que legó obras inmortales para la posteridad, varias de ellas escritas en esta Isla como El Viejo y el Mar, no iba al Floridita a escribir, sino a compartir con amigos e ingerir dosis de alcohol, quizás su otro Nobel, si se entregara. No es casual que lo inmortalice una singular estatua, sentado en su esquina predilecta del bar.

Roilán, a quien extrañamos mucho, no iba al hotel Lincoln a jugar pelota, sino a compartir con los amigos y beber ron, como lo hacemos los que descargamos la ansie­dad acumulada. Allí se reunían para conversar, entre otras cosas, de pelota; él llevaba la voz cantante. Los domingos, cuando buscaba mi canequita familiar, nos veíamos y hablábamos un buen rato, de las Minas y la pelota; pelota y Minas.

Roilán y Hemingway fueron personali­dades distintas, de idiosincrasias bien definidas. Si el segundo fue violento, el otro no dejó de ser un “alma de Dios”. No sé si mi alumno en la Secundaria “Nguyen Van Troi” de Matahambre, alguna vez cogió una aguja gigante en alta mar como hacía el norteño, pero aseguro que a los dos les gustó disfrutar de la vida trago por medio.

Eso me pasa por escribir de pelota.