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Ponerle rostro a la muerte

Inocencia es una película desgarradora. Foto: ACN.

En octubre de 2003, por uno de esos fenómenos que solo suceden en una revolución como la cubana, me asignaron la responsabilidad de impartir la asignatura de Historia de Cuba a ¡siete! grupos de adolescentes dos años menores que yo, entonces un estudiante de tercer año del politécnico de Informática Pablo de la Torriente Brau, en Miramar. El curso había empezado en septiembre y, transcurrido un mes, todavía no había aparecido quien pudiera asumir la docencia de más de un centenar de chiquillos de 14 años.

Y entonces, sin otra remuneración que no fuera el riesgo de resultar patético frente al aula, u objeto de burlas incontroladas por falta de una autoridad que en verdad me faltaba, el atrevido que siempre he sido se ofreció a intentar seducir a esa masa heterogénea y harta de aquello que nos habían enseñado en la secundaria, francamente memorístico: suma de hechos, fechas y personajes chatos.

No hablaré en esta ocasión de cómo conseguí hacerme respetar y al mismo tiempo humanizar, motivar la interpretación de la preterida y subestimada materia que me fascina. Apenas me permito relatar una anécdota curiosa. Como suele suceder, aunque uno pretenda enmascararlo, de los siete grupos mi preferido era el I-14. Ahí me sentía como pez en agua, y se creaba una atmósfera de intercambio que me llenaba de ilusión. Uno de mis alumnos era Alejandro Gil, hijo del conocido director de cine de igual nombre, a quien ya desde entonces yo seguía, porque hasta en sus videoclips superficiales en apariencia avizoraba una valiosa estética cinematográfica.

Cierta vez, durante la clase, con acento casi teatral, lo reconozco, me lancé a describirles el contexto que desencadenó el oprobioso fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina en 1871. No mucho antes, en una edición medio desbaratada había leído el libro de Fermín Valdés Domínguez, y me conmocionó tanto que me propuse contagiarlos con ese sentimiento. Al terminar mi exposición, me viré hacia Alejandrito y lo increpé: "Tú deberías exigirle a tu papá que haga un documental o una película sobre esto". Él, penoso por naturaleza, solo atinó a responder: "Mejor dígaselo usted mismo mañana en la reunión de padres". Y yo, ni corto ni perezoso, le tomé la palabra. Después de meditar unos segundos, con su acostumbrada humildad, Alejandro Gil padre me contestó: "Algún día, profe, algún día".

No pretendo sugerir, ni mucho menos, que mi petición influyera en la feliz circunstancia de que, 15 años más tarde, contáramos al fin con un filme como "Inocencia". Mi vanidad no da para tanto. Pero no descarto que los deseos de tantos cubanos amantes de sus raíces, incluso las que no nos enorgullecen o dan cuenta de episodios luctuosos como es el caso, impulsaran las ansias de un realizador sensible y patriota hasta llevarlo a componer una obra maestra.

Creo que la noche de la premier, en el Chaplin, mi actual esposa -casualmente una de mis alumnas del Pablo- y yo, derramamos un camión de mocos y lágrimas en las lunetas. Y creo además que a partir de ese día, los miles de estudiantes que cada 27 de noviembre peregrinan hasta el mausoleo de La Punta, lo harán con la sincera y espontánea devoción de quien, al ponerle rostro a la muerte, siente como suya la tragedia.

Quien no haya visto la película, este miércoles tiene el chance de hacerlo, gracias a Frank Eduardo Padrón Nodarse y su espacio televisivo "De nuestra América".

Alejandro Gil, director del filme Inocencia. Foto: Nohema Díaz/ Invasor.