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Al rescate de las bibliotecas

Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Foto: Granma.

Al conmemorar los 60 años del triunfo de la Revolución, salta a la vista la importancia concedida en aquel momento de refundación al nacimiento, en rapidísima sucesión, de numerosas instituciones culturales de peso significativo. Entre tantos otros problemas acuciantes que exigían respuestas en el plano de la espiritualidad, indispensable para el crecimiento de la nación, mereció una atención prioritaria. El terreno estaba abonado por los sueños de escritores, artistas e intelectuales que siempre reclamaron el indispensable apoyo estatal para que su trabajo silencioso pudiera realizarse y proyectarse en un diálogo activo con el conjunto de la sociedad.

Hemos rememorado con justicia la creación del Icaic, de Casa de las Américas, la Imprenta Nacional y el Teatro Nacional. No recordamos, sin embargo, que desde enero de 1959 se sentaron las bases para la estructuración de un sistema nacional de bibliotecas.

El punto de partida fue la designación de una dirección para impulsar el trabajo de la Biblioteca Nacional José Martí. En sus años de labor en la Universidad de La Habana y en sus tiempos de exilio durante las dictaduras de Machado y de Batista, María Teresa Freire de Andrade se había dedicado al estudio del tema.

Con el dominio de una información actualizada, tuvo la perspicacia de comprender que el reto consistía en aplicar la técnica a las condiciones de un país subdesarrollado, donde había que proceder al rescate del patrimonio nacional, a la vez que se fomentaban fórmulas para incentivar hábitos de lectura, aparejados a la Campaña de Alfabetización que se implementaría dos años más tarde y proseguiría su marcha a pesar de las tensiones generadas por la invasión de Playa Girón.

“La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee”, había afirmado Fidel, subrayando así la necesidad de reafirmar convicciones mediante el entendimiento de la realidad, en su imagen aparente y en lo profundo de su subsuelo.

Recién instalada en la Plaza de la Revolución, la Biblioteca Nacional constituía el centro rector para el rescate y conservación del patrimonio documental de la nación, conformado por libros, revistas, periódicos, manuscritos, testimonios gráficos y una mapoteca que recogía los distintos intentos por delinear la forma de la Isla y sus cayos adyacentes.

El concepto de patrimonio no permanece estático, confinado a la herencia recibida de un pasado remoto. Se sigue edificando en el presente que transcurre. Por ese motivo, un decreto de la época, quizá perdido en el fondo de la desmemoria, establecía la obligatoriedad, por parte de las editoriales, de entregar a la Biblioteca Nacional muestras de lo publicado cada año. Sobre esa base, una política de adquisición aseguraba el envío a las provincias de lo más reciente, porque en ellas también se va haciendo patrimonio.

Los libros y los periódicos de alcance local se integran a la historia nacional y conforman una documentación valiosísima. La red de bibliotecas forjada a lo largo del país respondía a los lineamientos formulados por la institución rectora. Contemplaba sus dos vertientes, la patrimonial y la que se proyectaba hacia la comunidad, con vistas a fomentar los hábitos de lectura. Se concedió por ello particular importancia al área juvenil, asesorada en La Habana por el poeta Eliseo Diego. Para los más pequeños, un área en penumbra dejaba escuchar la narración oral. Era el paréntesis consagrado al despertar de la imaginación.

Se revelaba así el carácter eminentemente dialógico de la lectura, un conversar con el otro que animaba la creatividad, inducía a descubrir la realidad del subsuelo, lo que esconde tras las apariencias.

A contrapelo de una visión utilitarista que procura solamente la búsqueda del dato necesario, la lectura creativa influye en la formación de la personalidad, incita a plantear interrogantes indispensables para aguzar la mirada crítica, proceder al mejoramiento del entorno y estimular la capacidad de innovación en todos los campos de la vida.

El reconocimiento de la naturaleza dialógica de la lectura tiene su correlato en la reflexión necesaria acerca de los métodos de enseñanza. El dominio del alfabeto implica la rápida incorporación de la fluidez en la práctica del acercamiento al texto, cuyo sentido se descubre en el encadenamiento de las palabras, en la valoración de los signos de puntuación que precisan matices. El vínculo con el original no puede ser sustituido por el aprendizaje, muchas veces memorístico, de un resumen, inevitablemente simplificador, desnaturalizador de un mensaje apegado a las esencias de la vida real, siempre compleja y contradictoria.

Parece recomendable enfatizar en la práctica de la lectura en alta voz, seguida de la interpretación personal por parte de cada uno de los educandos. Este cruce de miradas resulta enriquecedor para todos, atraviesa la subjetividad del lector y contribuye, a través del debate colectivo, a develar aristas que en una primera lectura habían escapado a la percepción de cada uno. Conocedor profundo del material, el maestro opera como un facilitador, un comentarista, un incitador de la participación en quienes se aferran al silencio por razones de inhibición e inseguridad.

En la actualidad, el crecimiento económico, la asimilación de nuevas tecnologías, el aprovechamiento de los recursos disponibles, la eficiencia en la administración pública y el enfrentamiento al debate ideológico exigen un ingente esfuerzo orientado a la calificación y recalificación del personal disponible y a la formación de los jóvenes que se incorporan a la vida, con el estímulo a la autopreparación y a la búsqueda de respuestas ante los problemas que suscita una realidad cada vez más compleja. Asociada muchas veces tan solo a la recreación, la cultura consiste en la capacidad de relacionar hechos de distinta naturaleza. Entender el contexto que nos ha tocado es el único modo de actuar de manera coherente para transformarlo.

Crecimiento y desarrollo no son sinónimos. El primero constituye una palanca para alcanzar el segundo, para lo cual todos debemos considerarnos protagonistas y beneficiarios. El libro no ha muerto. Todo lo contrario.

El acceso a sus contenidos, cualquiera que sea el soporte, no puede estar reservado a unos pocos. Frente a la expansión de la banalidad, se requiere estimular el ejercicio del pensamiento. Rescatemos para ello el deterioro acumulado en nuestras bibliotecas. Procedamos a su actualización, a la preservación de sus bienes y favorezcamos en su interior un ambiente acogedor. Rescatemos también la preparación profesional de un bibliotecario con vocación de servicio en tanto conductor de quienes dan los primeros pasos en el aprendizaje, colaborador de los investigadores de alto rango y animador de la vida cultural.

(Tomado de Juventud Rebelde)