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El color de diciembre

Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate.

Probable señal del cambio climático que se cierne sobre el planeta, el frío de nuestro invierno tropical demora cada vez más en llegar. Las temperaturas bajan en un breve parpadeo, aunque los días son más secos y persiste la particular transparencia del aire con su característica luminosidad que matiza el color de diciembre, definido también en el plano de la subjetividad por las expectativas del asueto en el año que termina. Se formulan proyectos, variables según las edades, los grupos sociales y los rasgos individuales.

Hay hábitos que se transmiten por tradición. Los puntos cardinales se sitúan en extremos no excluyentes como la búsqueda de la euforia y la evasión en los festejos sobrecargados de alcohol y el rencuentro en el terreno más íntimo del grupo familiar, apremiante en los provincianos que habitan la capital y regresan a su lugar de origen.

Pero el mundo es más ancho de lo que parece. Ofrece otras opciones de disfrute que requieren un proceso de aprendizaje que debiera comenzar por la familia y la escuela y sostenerse en una política informativa orientada en esa dirección.

Semana tras semana, existen numerosas propuestas musicales, de espectáculos, muestras de nuestras artes visuales, presentaciones de libros novedosos. Las carteleras, necesarias, se limitan a nombrar las cosas. Son útiles para el destinatario informado, quien busca en ellas lo ya conocido, lo que le interesa de antemano. Poco ofrece al que carece de las referencias indispensables.

Múltiples y diversos, los públicos se construyen mediante un trabajo sistemático de difusión. Lo demostró el ballet, arte de minorías en gran parte del mundo por el alto precio de las entradas y por el empleo de un lenguaje cuyos códigos y valores demandan un entrenamiento para ser descifrados. Los visitantes de otros países se asombran al observar en Cuba la presencia de un extenso público, capaz de reaccionar con entusiasmo ante el virtuosismo de los intérpretes.

Para animar la zona de nuestra espiritualidad y contribuir al desarrollo de nuevos espectadores, es imprescindible informar y seducir. Más allá de nombrar el hecho en forma escueta, hay que definir sus contornos y establecer las coordenadas que sirvan de referencia por la valía del autor, la novedad de la presentación, por su vínculo con algún componente de su imaginario.

Las reseñas, las críticas y la polémica no pueden aparecer tardíamente, cuando el acontecimiento ha desaparecido de los escenarios. Sabido es que corresponde a la escuela la iniciación en el aprendizaje de los códigos que abren el camino a la incorporación del disfrute del arte en nuestro vivir cotidiano. No concedemos la atención necesaria al influjo determinante de un medio ambiente sonoro y visual que nos acompaña desde que despertamos a la vida.

El proceso de formación de nuestra cultura nos ha convertido en un pueblo particularmente dotado para la música. Podemos desencadenar una improvisación rítmica con el uso de cualquier objeto disponible en el hogar. Pero esa manifestación artística no debe convertirse en estruendo avasallante que viole nuestra intimidad con las bocinas del vecindario, se expanda a través de la calles, acreciente la irritabilidad en los medios de transporte urbano atiborrados de pasajeros y socave los fundamentos elementales de la convivencia. Porque pertenece a todos y cada uno, el empleo del espacio público tiene que estar sometido a regulaciones de obligatorio cumplimiento.

El empeño mancomunado de las instituciones y los medios de comunicación tiene que difundir la pluralidad de opciones existentes para satisfacer el interés del público múltiple, formar gustos, incentivar el interés de los que están naciendo y actuar como contrapeso ante la saturación invasiva de un número restringido de expresiones dominantes.

El bailable anima los festejos. Tiene una función liberadora y participativa. Disponemos de una extensa tradición cancionística viviente en el ahora mismo, guardada en la memoria de todos, asociadas a experiencias personales con su sabor nostálgico, sumergido en lo más íntimo del sujeto.

Contamos con excelentes agrupaciones corales, con distintos formatos de música de concierto. Están ahí, en plena actividad, sin que su resonancia traspase el umbral de sus recintos. No podemos levantar muros de separación entre lo culto y lo popular.

Hace años, rodaba yo en un ómnibus por una carretera de México. De repente, me asaltó a través de la radio una melodía familiar, algo tan distante que lo daba por olvidado. Me estremecí bajo el impacto de los recuerdos que regresaban como si el tiempo no hubiera transcurrido. Era la vieja victrola del bar Cabañas, toda una infancia con su olor a salitre y el perfume de las mariposas.

La identidad se reconoce y perdura en un universo tan insondable como el decursar de la vida. No puede reducirse a unas pocas señales. Sus raíces se hunden en la imbricación con el acontecer histórico, en el color del paisaje, en la experiencia del vivir y en las multifacéticas expresiones del arte.

(Tomado de Juventud Rebelde)