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Goles son amores: Derrotas

Messi en el partido contra Francia. Foto: @uribeduber/ Twitter.

Tienen las derrotas plazos imperfectos. Uno se puede pasar la vida perdiendo sin enterarse de que perder es una rutina ordinaria. Ganar es, aunque a veces no lo parezca, lo menos vulgar. Las derrotas tienden a eso: hay quienes las prolongan de forma espléndida para vulgarizar los triunfos incompletos. Todo triunfo es incompleto hasta que, por lógica fatídica o no, llega una desgracia crucial. Los triunfos terminan en lo que con los años nos hemos acostumbrado a llamar «cierres de ciclos», que no son más que bucles dispuestos, en ocasiones, de manera artificiosa. Las derrotas no terminan nunca porque son, casi siempre, una construcción social.

Argentina cae ante Francia, pero Argentina había perdido ya ante Alemania en los cuartos de final en 2010; había vuelto a caer, frente a los mismos, en la final de 2014 y en los dos últimos torneos continentales ante Chile. Las pérdidas son transitivas. Una lleva a la otra y todas significan, en esencia, lo mismo. Pese a ello, no existe un sistema de derrotas. No existe, teóricamente, un conjunto de estructuras que se articulan para que ocurran semejantes sucesos.

Las derrotas sistémicas son manías mediáticas. Tres finales en cuatro años y se habla de proyectos desgastados, de crisis institucional –que la hay-, de divisiones en el vestuario, de reducción del nivel en la liga local, de ridícula gestión del volumen de juego, de generación desafortunada, de desfile de técnicos, de un Messi endeble… tres finales en cuatro años. No existe -ya lo decíamos- un sistema de derrotas; existen escenarios disponibles para comprimir las victorias potenciales y eso ha llegado a ser, hasta cierto punto, orgánico: cuando se pierde, llega la embestida contra el orgullo o la dignidad nacional, que es un orgullo difícilmente medible, una dignidad poco científica. Lo peor de las derrotas interminables es que siempre hay gente que acaba creyéndose que durarán para toda la vida.

Contra Francia, Argentina hace lo que puede en medio de tanto aturdimiento: forcejear con el intelecto estropeado ante una selección impertinente. Di María conmina con un toque lejano. Es el Di María de los últimos párrafos en la carta que publicó hace cinco días The Players' Tribune: “no ven todo lo que muchos de nosotros tuvimos que luchar para poder llegar hasta ese momento. No saben sobre nuestras paredes del living que de blancas se transformaban en negras. No saben sobre mi mamá andando con Graciela bajo la lluvia y en el frío, por sus hijos. No saben del Hércules”. Con el partido 4-2 los argentinos se van hacia arriba como si no importase el empate con Islandia, la goleada recibida ante Croacia, la victoria pírrica sobre Nigeria. En los octavos no importa absolutamente nada. En los octavos, la historia reciente parece ser tan prescindible que puede acabar volviéndose contra todo. La historia reciente es un lastre soporífero. Llega el gol de Agüero al 90+3. La historia reciente se dilata, se ensancha hasta el silbatazo final. La derrota acabará, como las otras -como la única desde 2010 o desde antes- siendo reciclable: la decepción es, en algunos lugares, casi por decreto social, una arquitectura cíclica.

P.D: En Portugal hay, probablemente, una noción distinta de la derrota. Un concepto más asentado si se quiere. Tiene que ver, quizás, con la percepción de los fracasos cuando no lo son del todo. A Bola publica en su portada las declaraciones de Fernando Santos: “Cumplimos los objetivos mínimos”. No hay imágenes de tipos cabizbajos. Existe ahí cierto componente antropológico: la derrota también puede ser vista como una reacción de los seres humanos ante un medio que ya se sabía, a priori, áspero; la derrota como mecanismo de defensa ante la derrota misma.