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Para seguir andando

Salida en ómnibus de los familiares de las víctimas del avión siniestrado que cubría la ruta La Habana-Holguín, desde el aeropuerto internacional Frank País, de la ciudad de Holguín, Cuba, en horas de la noche del 18 de mayo de 2018. Foto: Juan Pablo Carreras/ ACN.

Nadie está preparado para la pérdida de un ser querido. Un accidente es en este orden, la peor experiencia para el que queda. La muerte te sorprende y arranca de cuajo lo que fue largamente cultivado con amor y cuidados. Cuesta mucho reponerse, que no olvidar, porque nunca se olvida.

Se aprende a andar como el que pierde la visión, un miembro o se cambia el corazón; y también a reír. Se aprende el valor del instante de la felicidad siempre incompleta que nos llega y también a disfrutarlo a sabiendas de su brevedad. Se aprende a priorizar lo importante y trascendente, a dejar a un lado lo banal; se aprende a ser mejores personas, porque se aprende a aquilatar el valor de estar vivos. Entonces, se toma conciencia de que la vida tiene que seguir por los que dependen de nosotros, por nosotros mismos y por salvar el recuerdo hermoso y aleccionador, la obra humana del que se nos fue, que es una forma también de vivir más allá del instante desolador. Se aprende a andar con los dos componentes de la vida: la alegría y el dolor y a seguir, porque la vida es el mayor de los milagros y hay que rendirle culto.

Nací en el seno de una familia de aviadores; diría un poco más: mis raíces andan entre los precursores de la aviación en Cuba. Mis apellidos lo confirman. Una tradición que va desde principios del siglo XX hasta hoy, que empezó mi abuelo materno Oscar Rivery Ortiz entre los primeros pilotos cubanos; mi padre, Enrique Carreras Rolas, quien fuera Héroe de Playa Girón y Héroe de la República de Cuba; que han seguido cinco de mis siete hermanos, más dos de mis cuñados y mi primer esposo, Leonardo Herrera Altuna, quien murió siendo tripulante en un accidente aéreo muy parecido a éste hace 29 años atrás. Por eso me decidí a escribir esto.

Es muy difícil entender la muerte abrupta y todavía más aceptarla. La razón no encuentra lógica a tamaña herida y busca culpables, increíblemente hasta llegamos al extremo de culpamos porque no compartimos tal vez el susto, acaso una premonición en la despedida, en el último beso. Las familias de los pilotos viven siempre con la zozobra de que cada despedida sea la última. En mi casa ninguna de nosotras pudo acostarse a dormir, hasta que sabíamos que el avión había aterrizado. Pero el desafío a la gravedad, la posibilidad de tomar las riendas de una tecnología que no solo equipara el vuelo de las aves, sino que lo supera, es la mayor felicidad que pueda tener quien se dedica a esa profesión. Y en una isla rodeada de mar, ¿quién no sueña con montarse en un avión para conocer lo que hay del otro lado del mar o para acortar distancia en la ecuación del espacio y el tiempo?. El avión sigue siendo hoy, la solución.

En mi familia, como en todas, cuando llega el momento de retirarse de la profesión, son los pilotos los que más difícilmente pueden soportar alejarse del trabajo. Se necesita mucho coraje y parejas con los pantalones bien puestos, para llamarlos al orden en función de la tranquilidad familiar. Así es de emocionante y bella es esta actividad. “Si volviera a nacer, volvería a ser lo mismo: piloto”— decía mi padre; dijo siempre mi esposo; lo dicen mis cuñados y mi hermano menor, capitán de nave—. Por suerte para mí, Martica mi hija, se hizo historiadora y mi hijo Leonardo, psicólogo.

Un piloto se juega la vida constantemente, como se la juega también un chofer en una carretera, un liniero trepado en un poste arreglando una línea de teléfono o de electricidad; un constructor, un bombero rescatando a una víctima en un incendio o salvando alguien que quedó atrapado en medio de un ciclón… pero volar sigue siendo en el imaginario popular una experiencia extraordinaria que, por fortuna, posee muy poca frecuencia de accidentes; de ahí lo impactante que resulta cuando nos enfrentamos un hecho como el de ayer.

He leído en la red comentarios de personas que andan especulando causas y buscando culpables; exigiendo desde su falta de conocimiento, urgencia en las respuestas. Como sobreviviente de una situación dolorosa como la que hoy nos embarga a todos puedo decirles que NADA ni NADIE nos restaurará la pérdida. Pero cada experiencia desastrosa apunta un aprendizaje y evita que se repita el hecho.

En el accidente donde falleció mi esposo, el 3 de septiembre de 1989 cuando el avión –como éste- logró despegar y luego se desplomó a pocos metros de la pista sobre una comunidad del otro lado de la avenida de Rancho Boyeros, concurrieron de forma determinante un factor meteorológico con los vientos, el tipo de tormenta que se formó en el instante del despegue y un factor humano: la imprudencia del capitán, quien con un aval extraordinario de buen piloto, subestimó la recomendación de la torre de control de esperar a que pasara, para lo cual hizo uso de su potestad como comandante de la nave y despegó. Desde entonces, se estableció que sin el visto bueno de la torre de control, ninguna tripulación cubana despegaría; sin embargo, hasta ese momento no existía –y no sé si existe hoy- una tecnología que pudiera calcular según los datos de los vientos, temperatura, etc., la probabilidad de que se formara el tipo de tormenta que en fracciones de segundo, enredó al avión en el momento del despegue y lo lanzó hacia abajo anulando la sustentabilidad calculada en ese momento en la posición de los flaps de las alas.

Todos esos detalles se supieron semanas después, luego de calcular con mediciones en el terreno el lugar de los fragmentos caídos, los gráficos meteorológicos reportados por los instrumentos de control de los vientos, la caja negra donde aparecen los detalles técnicos del avión, las conversaciones de los tripulantes en la cabina, las órdenes de despegue, todo… lleva su tiempo. Y ese estudio no lo hace una persona, sino una comisión multidisciplinaria, porque es un tema donde interviene la ciencia y la tecnología.

Los dos momentos más críticos de un vuelo son el despegue y el aterrizaje. Las estadísticas demuestran que el peor es el despegue, cuando el avión, cargado de combustible, desafía la gravedad. Según lo que siempre escuché en mi familia, un accidente ocurrido en ese momento tiene muy poca probabilidad de supervivencia para tripulantes y pasajeros. El aterrizaje da mayor probabilidad porque se ha consumido el combustible y porque los aviones están concebidos para en última instancia poder planear y suavizar el impacto en el aterrizaje, contando para ello con la pericia del piloto, quienes semestralmente son evaluados en centros de entrenamiento en el exterior en simuladores aéreos que los ubican en situaciones de riesgo y desastre. El piloto que no apruebe el simulador, no puede seguir volando hasta que no vuelva a pasar la prueba. Y esto lo escribo con conocimiento de causa por todos los simuladores que han pasado mis familiares. Así de estricto se trabaja en esta esfera en Cuba. Pero la vida tiene variables no siempre previsibles.

He leído en los comentarios de Cubadebate a personas que exigían que pusieran las imágenes con lujo de detalles y criticaban a la prensa cubana por no hacerlo. En lo personal, me alegré de que fuera como lo hacen nuestros medios, porque es el espectáculo más horrible y traumático que se pueda imaginar. Allí lo que quedan son, literalmente, restos. Pasa un tiempo para identificar a nivel de ADN qué parte es de cada cual para luego citar a los familiares para la identificación. Yo no me atreví a hacerlo. Quise conservar la última imagen en vida de mi esposo, la despedida en la puerta y el adiós con mis hijos al lado desde la ventana. Mi cuñado Ismael, también técnico de aviación, lo hizo por mí. Me quedé esperando sentada y solo atiné a preguntar: “¿Cómo lo supiste?”, a lo que me respondió: “La mano, una pierna, el pelo…”

Comparto esta horrible imagen que deliberadamente he encerrado en una parte de mi mente para poder vivir, y hoy dejo salir con lágrimas mientras escribo, con el propósito de que quienes no la han tenido, dejen de hablar tonterías y pónganse mejor a ayudar emocionalmente a los familiares de las víctimas en este momento horrible. A ellos, los familiares de los fallecidos, les digo que hagan honor a la vida que a los suyos les fue cortada, con mis deseos inmensos de que el luto no los aniquile, que vaya y tome su lugar en el menor tiempo posible en sus vidas y les permita continuar; que los recuerden siempre como fueron antes del desastre porque ellos vivirán en ustedes como fueron y no como terminaron.

A los compañeros de los caídos, que sigan siéndolo aun cuando ya no estén. Sé que muchos se cohíben de visitar o llamar por pena o temor a recordar el dolor; pero las familias y sobre todo, si dejan descendencia, les será muy grato ver en ustedes una parte de la humanidad que desconocían de ellos. Mis hijos se maravillaban y reían con los cuentos de su padre, las jaranas del colectivo, cómo enfrentaba las tareas, su valentía, su honradez, su militancia revolucionaria y por increíble que parezca, en esas historias estaba también el ejemplo de vida que les legó como trabajador, hombre de bien, y que como madre que tuve que enfrentar la crianza de ellos sola, me ayudó también en su formación.

A todos los dolidos, les deseo fuerza para superarse a sí mismos y aprender a vivir con el dolor, pero haciendo reverencia a la vida, ese milagro del que vinimos y continuamos y que con todo lo bueno y lo malo que nos haga experimentar, vale la pena.