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De violencias e improperios

Hace dos años describí en mi página de Facebook una dolorosa escena que acababa de presenciar en una esquina de Miramar, más precisamente, en 7ma Avenida y Calle 20. Un adolescente, con los brazos pegados a su cuerpo y con lágrimas de ¿vergüenza?, ¿rabia? en su rostro, escuchaba los duros improperios y fuertes amenazas de una madre que sostenía en sus manos una rama de un árbol con la que, sin dudas, golpearía al menor si éste solo se atrevía a mirarla. La presencia de varias personas, entre las que me incluyo, que nos detuvimos para recriminar ese momento tan hostil, pudo dar por terminado lo que a todas luces iba a acabar en violencia física.

Todos los días escuchamos y vemos a nuestro alrededor, leemos y miramos en las noticias mundiales, actos de agresiones verbales y físicas contra menores, mujeres y ancianos. Entre familias, vecinos, colegas de estudios, de trabajo. Es como si los instintos básicos de supervivencia de la jungla se mantuvieran latentes y salieran a relucir en lugar de acudir a ese recurso que nos hace tan diferentes de otras especies: la comunicación y el sano debate sobre cualquier problema.

Y si ese espíritu de violencia nace desde la relación en la familia: ¿cómo podemos combatirlo desde la sociedad? En casa es donde primero se sientan las bases de la civilidad, del comportamiento educado y de las buenas maneras en el trato hacia los demás. En los gritos y los castigos severos se van perfilando las futuras reacciones de los amenazados, o sea, de las víctimas.

Las burlas constantes hacia los más débiles, el abuso físico y mental en muchos lugares se pueden ir contrarrestando, pero no eliminando, con fuertes campañas de comunicación que llamen la atención sobre los diferentes tipos de violencia entre los seres humanos. Pero también debe acompañarse de un fuerte y severo conjunto de leyes y reglamentos que proscriban esos actos. Y si existen, aplicar las medidas que esas regulaciones contemplan.

Nuestra sociedad, por suerte, está alejada de graves violencias cotidianas en comparación con otros lugares del planeta. Siempre nos preocupa cuando nuestros hijos salen a la calle, pues ese es un sentimiento natural: el de la sobreprotección. Pero no por eso debemos dejar de estar alertas ante cualquier atisbo de surgimiento de algún arranque de violencia en nuestras calles, o del abuso verbal y físico del que, a menudo, somos testigos en lugares públicos.

Anoche, a las 2 de la mañana, me despertaron los gritos y la algarabía de una decena de adolescentes, que, atravesando entre los edificios de mi barrio, tenían la intención de molestar a todos los que ahí convivimos, sin importarles ancianos enfermos o niños durmiendo. Pateando latas y rompiendo vidrios, en un momento de peligrosa exaltación de los sentidos. Y no pude menos que pensar: ¡Pobre del que se encuentre en la calle con esa manada!

Alguien podrá decir que estoy exagerando con ese ejemplo, pero no lo creo. El rompimiento no castigado de la tranquilidad puede ir alentando a quien lo hace a cometer en el futuro actos de violencia física. Un día son latas, otro son animales callejeros y por último, quién sabe, algún alma solitaria de las que van regresando a su casa en la madrugada. Y cuando pensamos que eso nació en casa, del maltrato verbal y físico sufrido en algún momento, volvemos a la carga con la necesidad de llamar la atención sobre el tema.

Porque la paz se cultiva, se labra a diario. Y no cuando nos acordamos de ella.