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La ley de la conservación de la energía y el comercio cubano: más preguntas interdisciplinarias

Al presentar el informe, Miriam Pérez, viceministra del ramo, subrayó que en el pasado año se mantuvo el seguimiento para el reordenamiento del comercio mayorista, y se elaboró un proyecto -actualmente en proceso de evaluación- encaminado a la comercialización al por mayor de productos a cuentapropistas.

Foto: Archivo

La forma más elemental de entender el concepto de “energía” es como la capacidad de cualquier sistema material de realizar alguna acción o “trabajo” físico. Se trata de uno de los tantos conceptos convencionales con los que nos ayudamos para explicar infaliblemente la hermosa riqueza del entorno en el que transcurre nuestra existencia. La ley física de conservación de la energía se comprende fácilmente: en un sistema aislado la energía no se puede crear, sino solo transformar, manifestarse de una forma o de otra. Esto se asimila también como la primera ley de la termodinámica. Su verificación es universal hasta en sistemas de difícil aislamiento.

Por ejemplo, la aparentemente inagotable energía que proporciona el sol, por ejemplo, es el fruto de reacciones nucleares en cadena que permanentemente transforman masa (“einsteinianamente” una forma de energía) en radiación electromagnética, como son los rayos X, la luz, y también las ondas de radio, según su frecuencia de vibración. La masa convertida en ondas de tales muy diversas frecuencias lo mismo puede transformar un sólido en plasma ardiente cuando son muy altas que iluminarnos o calentar el aire cuando recibimos en la Tierra las de frecuencias mucho más bajas. Esa equivalencia entre la masa y la radiación es un fenómeno que aceptamos como cierto desde hace poco más de un siglo. Trajo así una verificación más de la ley de la conservación de la energía y además su asociación inevitable con otra ley clásica de la física: la de conservación de la masa.

En un ejemplo mecánico muy práctico esta ley se manifiesta de forma que para llevar un carro a lo alto de una colina se hace un esfuerzo, se trabaja, y se acumula así la llamada energía potencial gravitatoria. Ese mismo carro devuelve tal energía en forma de movimiento en el momento de deslizarse cuesta abajo sin otro impulso que la fuerza de la gravedad.

La energía potencial ganada al subir a costas del trabajo que se realizó para ello se convierte en energía cinética al bajar. Ciertas pérdidas perfectamente considerables, como las de las fricciones, compensan las seguras diferencias entre ambos trabajos realizados con el carro: el de subir y el de bajar la colina y nos confirman también esta ley de conservación. Algo muy significativo es que la forma de medir la energía, o el trabajo, y cualquiera de sus formas en física es a través de una unidad llamada “Joule” en honor a un famoso científico que llevaba ese apellido. Esta unidad es un concepto que sirve solo para medir y por eso se puede usar universalmente. Si el carro sube una colina muy alta usa más Joules de energía que si es más baja.

Ya se ha comentado que estos incuestionables comportamientos de los objetos materiales hacen que los científicos naturales siempre intentemos interpretar los hechos humanos con lógicas similares. Un equivalente aproximado de esta ley podría ser la afirmación económica avalada por Smith, Ricardo y Marx de que la única fuente de valor es el trabajo humano. Ciertamente, Marx es más específico y se refiere al trabajo de las personas como fuente de “valor de uso”. En términos muy simplificados, si usted trabaja mucho crea mucho valor. El dinero es una mercancía sin valor de uso intrínseco, solo con el de cambio, y se puede comparar al Joule, de la física.

La creación de valor con trabajo se mide en la cantidad de dinero que usted produce, como si fueran Joules, y debe recibir por él como salario. Obviamente que se trata de una forma extremadamente simplificada. Pero siguiendo esta lógica brutal, si usted trabaja mucho, debe recibir mucho más dinero que el que trabaja menos. Una vez en sus manos, ese dinero se puede convertir en las cosas y los servicios que necesite o desee a través de los sistemas comerciales.

No pretendemos comentar las muchas grietas que tiene esta lógica en la realidad de cualquier economía. Solo mencionar que la economía socialista sería la única llamada a comenzar a parecerse a la justa proporcionalidad de que “de cada cual según su capacidad y a cada cual según su trabajo”1. Esto se sigue pareciendo mucho a la ley de conservación de la energía: no se puede usar valor que no se cree mediante el trabajo. No se puede tener algo que no esté respaldado por el valor creado con el trabajo del ser humano.

El valor logrado por el trabajo de todos en nuestra sociedad se realiza en el sistema comercial y en la satisfacción de las necesidades sociales que no entran en relaciones de oferta y demanda, como nuestra salud y nuestra educación. Una sociedad de trabajadores que producen una cantidad de valor debería tener un sistema comercial capaz de brindar todo lo que esos trabajadores deseen cambiar por su trabajo expresado en dinero después que se cubren tales necesidades sociales.

Los límites los ponen las relaciones de la oferta y la demanda a través de los precios en dinero de las mercancías o servicios que se pueda adquirir. El trabajo de unos y de otros se vierte así en el comercio para la satisfacción de las necesidades. Ni se puede tener más ni menos como oferta comercial que lo que logró el trabajo producido, después de deducidas las cargas de sostenimiento social (educación, salud, seguridad social y contra los fenómenos naturales). En palabras simples, el comercio debe tener todo lo que sea necesario para compensar el trabajo que los ciudadanos han realizado, aunque no necesariamente se pueda adquirir todo por todos.

En estas condiciones “físicas” ideales, los precios de las cosas en ese comercio se encargan del balance para que nada falte. Cada quien debería poder hacer lo que su dinero le permita, siendo este la medida del producto de su trabajo. ¿Es entendible entonces que una sociedad organizada y justa no lo pueda lograr?

Nuestro comercio no ha sido capaz desde hace mucho tiempo de satisfacer las necesidades de las personas, a ningún precio. Los surtidos son deficitarios en cualquier tienda, como norma. La escasez es sistémica aunque se trate de productos realmente disponibles: en una tienda de la misma cadena puede haber pintura blanca y en otra no.

Esto provoca que casi siempre exista mucha más demanda que oferta y garantiza un fértil terreno a la corrupción. Las tiendas no tienen como principal propósito la recaudación, sino la distribución. El llamado “impuesto de circulación” deja satisfechos a muchos planificadores porque contribuye decisivamente a balancear el dinero circulante, pero oculta lo mucho más que se podría recaudar si se tuviera como máxima la de cualquier comerciante en este mundo: tener la máxima recaudación posible, vender lo más posible, circular lo más posible las existencias de mercancías.

Los precios son exageradamente elevados para los productos no regulados, lo que facilita el trabajo administrativo: se recauda algún dinero aunque se venda relativamente poco. Un simple litro de aceite comestible puede costar 10 días de trabajo asalariado en el mercado libre, y a veces escasea. Los únicos precios proporcionales con los ingresos medios de la población son los de productos normados.

Se padece de muchos males que por comunes dejan de notarse, muchas veces. La organización de la mayoría de los establecimientos comerciales deja mucho que desear y es inestable. Se almacenan productos en los corredores destinados a los clientes, hasta en las tiendas más caras.

El comercio por correspondencia es casi inexistente. El uso del dinero electrónico (tarjetas de débito y crédito) está a los niveles de hace décadas en el mundo, casi como cuando surgió hace más de medio siglo, y se practica mucho más como excepción que como regla. Incluso se penaliza el uso de tarjetas extranjeras cuando debería estimularse ese ingreso de dinero fresco del exterior. La espera del cliente por atención o pago es una regularidad.

El envase personalizado es prácticamente inexistente para las mercancías de mayor consumo en pesos cubanos, los que obtenemos para pagar nuestro trabajo creador de valor. La dualidad monetaria crea contradicciones importantes en el acceso a productos de primera necesidad. La comercialización que está en manos privadas, legales en algunos casos y “por la izquierda” en otros, suele estar mucho mejor abastecida y surtida que la de las tiendas de propiedad estatal pero escapa del control social y suele así evadir los debidos tributos fiscales.

La lógica de las ciencias naturales no alcanza para responder preguntas interdisciplinarias como: ¿Qué puede explicar que muchos de los males anteriormente descritos se prolonguen por años y no se resuelvan en una sociedad socialista donde el protagonista principal es el trabajador que produce el valor? ¿Por qué no se dispone siempre de lo que las personas requieren para sus necesidades a precios relacionables con el valor que crean con su trabajo, que es su salario?  ¿Qué medidas se están tomando para resolver estas contradicciones? ¿Por qué la tecnología y la innovación endógenas no se usa más intensamente para mejorar sistemáticamente nuestro sistema comercial? ¿Por qué nuestras tiendas y cualquier entidad vendedora no tiene como principal finalidad recaudar en lugar de solo distribuir “lo que les llega”?

Hay muchas preguntas más que podemos hacernos. Hay muchos más problemas que se pueden diagnosticar en este aspecto. Pero si se puede adelantar que su solución es posible solo si se reconocen. Si además se emprende con el mismo pragmatismo y carencia de prejuicios con que los lineamientos del Partido Comunista de Cuba han proyectado cambios radicales en nuestra organización económica y social lograríamos resolver muchas necesidades en la vida de los cubanos de hoy y garantizaríamos un socialismo próspero y sostenible.