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Fidel, el amigo de mi padre

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Ilustración: Sandor González

Mis padres nunca durmieron las mañanas y creo que tampoco buena parte de las madrugadas de su vida. Desde que tuve uso de razón los encontré despiertos al levantarme para mi larga travesía hacia la escuela o por cualquier otro motivo, principalmente a papá, quien tenía la costumbre –mientras hablaba con mi tío y mi madre, y juntos pensaban el día y arreglaban el mundo– de hacer el café y lo que llamábamos borra o sambumbia, especialmente concebida para mi hermano y para mí. Desde entonces soy madrugador y bebo café a cualquier hora.

Fue esta costumbre la que me permitió, a mediados de 1958, escuchar por primera vez la voz de Fidel –del nombre ya sabía, porque era familiar en las conversaciones de las personas mayores y en sus misteriosas reuniones en la arboleda.

Estaban mis padres y mi tío oyendo la emisora Radio Rebelde, que trasmitía desde la Sierra Maestra, mientras yo daba vueltas en la cama a la espera de que empezara a cantar Azabache, el gallo de pelea que me había regalado mi abuelo para que lo entrenara y lo cambiara por un guante de béisbol u otro juguete. Pero no fue Azabache quien me hizo saltar de la cama ese día, sino la respiración entrecortada de un par de caballos y de sus jinetes al otro lado de la pared de la habitación. Miré por una rendija y vi claramente dibujada en la espesura de la noche la silueta de una pareja de la Guardia Rural –el Cabo Pérez y su ayudante–, tratando de saber lo que escuchaban y, sobre todo, lo que comentaban mis padres.

Sin ponerme los zapatos, corrí hasta el comedor para contarle a mi papá lo que había visto y suponía. Entonces, mi padre hizo algo que fue definitorio en mi temprana admiración por él y por Fidel: subió el volumen del aparato hasta el punto en que todos pensamos que se había trastornado. Recuerdo bien –aunque me falta cerciorarme en los archivos– que Fidel hablaba de campesinos y de la tierra, lo que no es difícil de encontrar en sus opiniones de la época: de hecho, la de reforma agraria fue una de las primeras leyes promulgadas después del triunfo revolucionario, en 1959. Así, expectantes, estuvimos varios minutos, a la espera de que los guardias tumbaran la puerta de la cocina a culatazos, como habían hecho en ocasión de uno de sus frecuentes registros para incriminar a mi familia.

Al ver que no pasaba nada, tío Mario abrió la puerta principal del comedor, levantó el farol carretero con la mano izquierda y apretó el machete que llevaba en la otra –mi padre estaba atrás con la escopeta, y mi madre y yo a buen recaudo en el sala, muy cerca del cuarto donde dormía mi hermano–; oteó en la oscuridad, dio unos pasos atrás, se dirigió a la otra puerta, la abrió de par en par, repitió los movimientos con el farol y el machete y dijo, de modo tal que se pudiera escuchar en los alrededores:

– Esta gente le tiene tanto miedo a Fidel, que cuando lo oyen, salen huyendo.

Acostumbrada como estaba a aquellos sobresaltos, mi madre siguió en lo suyo; mi padre y mi tío cargaron su jolongo, preparado por ella, con galletas, dulce de guayaba y queso, y un porrón con agua fresca del pozo, que llevarían al campo para la dura faena matinal. Yo, perplejo aún, me senté en una piedra del patio y, mientras el sol comenzaba a clarear las cosas y por fin cantó Azabache, me quedé pensando en la fuerza que debían tener aquella voz y aquel hombre que llamaban Fidel, a quien el mismísimo Cabo Pérez temía de tal modo. El Cabo Pérez, que cuando irrumpía en la tienda a la hora del receso, nosotros corríamos espantados a refugiarnos en el aula, al amparo de Raquel Alemany, la mejor maestra que he conocido en siglos.

Después de aquella madrugada, pienso que comencé a sentir muchísimo menos miedo en la vida, y a ver a mi padre y a su amigo Fidel como los hombres más valientes de la Tierra.

Ahora, cuando cumple 90 años, luego de haberlo leído y escuchado en múltiples ocasiones y de haber tenido el privilegio de su cercanía y orientación en algunas tareas y circunstancias, si tuviera que mencionar el momento definitorio de mi admiración por él, no vacilaría en señalar aquella madrugada de 1958, cuando su voz hizo temblar la noche mientras brotaba el día.