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Los imperios y el combate de las historias

Calixto García

Hace unos veinte años, mientras visitaba el Castillo de Santa Bárbara, en Alicante, descubrí en el patio de armas una tarja que decía: Aquí estuvo preso el forajido cubano Calixto García Íñiguez.

Tras el instante de perplejidad, fui invadido por sentimientos contrarios. Como es lógico, primero sobrevino el fastidio: entendemos por forajido al bandolero armado que suele asaltar viajeros indefensos por los caminos, y, como se sabe, Calixto García fue uno de los más brillantes generales en nuestras Guerras de Independencia.

Más aún, para nosotros es símbolo de valor y dignidad. Conocida es la anécdota cuando las autoridades españolas informaron de su captura a su madre Lucía Íñiguez. ¡Ese no es mi hijo!, dijo ella. Pero cuando le dijeron que antes de ser apresado se había dado un tiro bajo la barbilla, entonces Lucía replicó: ¡Ah… Ese sí es mi hijo!

Sin embargo —y tanto como sucedió a Lucía Íñiguez— luego del disgusto, llegó el sentimiento de orgullo. Entendí que tras el término ofensivo en realidad se ocultaba bastante de soberbia y despecho. “Más se perdió en Cuba”, a modo de conformidad todavía suelen decir los españoles cuando pierden algo valioso; y, a fin de cuentas, si a Calixto le habían dedicado aquella tarja, era porque su estancia forzada allí aún seguía prestigiando aquel recinto. Aunque costara reconocerlo.

Más tarde, al filosofar sobre el asunto, también entendí que las historias no solo cuentan las guerras, sino que además combaten contra otras historias. Por ejemplo, aquella donde se relata que el hombre surgió del barro, ganó la batalla a la que afirmaba que surgió del maíz. Ello permitió que, sin remordimientos —y a nombre de una supuesta verdad— los conquistadores españoles pudiesen matar a millones de indios en América.

Los aztecas habían logrado condensar una rica y compleja cultura; pero, según los conquistadores, estos eran unos salvajes que hacían sacrificios humanos. Para nada importaba que entonces los propios españoles quemaran en la hoguera a miles de sus compatriotas solo por pensar diferente. Ya se sabe: si logras demonizar una idea contraria, la tuya parecerá de origen divino.

Desde luego, es esa una manera disfuncional de enfocar la historia; pero lo asombroso es ver cómo el método una y otra vez se repite. Casi medio siglo antes de que Hitler declarase a los nazis herederos de la supuestamente superior raza aria: manera de justificar el asesinato de millones de eslavos y judíos en campos de exterminio; ya en Cuba, el Capitán general español Valeriano Weyler había creado los Campos de Concentración.

Según el consenso de varios historiadores, se estima que, como consecuencia de dicha política, no menos de 300 mil civiles murieron de hambres y enfermedades: o sea, el 20 % de los habitantes de la Isla. Estimemos entonces a quiénes, con toda justicia, podemos llamar forajidos.

Desde luego, tales hechos pudieran parecer lejanos en el tiempo, y lo expresado sobre Calixto entenderse como casual irreverencia. Sin embargo, la historia de una nación no solo es el registro escrito de su vida pasada, sino también conocimiento acumulado, razones morales; guía y fuente viva para la acción futura.

Así, desde determinado punto de vista, quizá apreciemos que las tendencias geopolíticas actuales son otras: por ejemplo, ya España no es un imperio; pero mirado el asunto desde otro ángulo, vemos que de pretensiones hegemónicas aún no se priva el mundo. Que un imperio quiera dictar su sistema de creencias al resto de las naciones, sigue siendo cosa del presente.

Y para lograr ese objetivo, tampoco han variado mucho los métodos: intervención militar, desestabilización de gobiernos, guerra cultural... Mediante la propaganda y el despliegue mediático, no solo se busca demonizar naciones, ideas, culturas y sistemas políticos que adversen, sino asimismo exhibir la doctrina o cultura particular como si fuera la única y predestinada verdad del universo.

Al promover la llamada doctrina del excepcionalísimo, los imperios no solo se consideran por encima de cualquier regla, principio u obligación comúnmente aceptada, sino que, en nombre de ella, actúan como si cumplieran un mandato de la providencia. No exagero; así ha sido siempre. Los césares romanos solían ser divinizados, los reyes españoles obraban en nombre de la salvación de almas, en la grafía japonesa el término “emperador” significa “soberano celestial”, y el presidente norteamericano George W. Bush dijo haber conversado con Dios antes de atacar Irak.

Ciertamente, con Estados Unidos mantenemos un largo diferendo histórico que no empezó con el triunfo de la Revolución, sino mucho antes. Recordemos la Fruta Madura, la Doctrina Monroe, la política del Gran Garrote... A propósito, también recuerdo aquella durísima carta que en 1898 enviara Calixto García al general William Rufus Shafter cuando las tropas norteamericanas impidieron la entrada de los mambises en Santiago de Cuba.

Después vino la Enmienda Platt, la intervención militar de 1906; la permanente injerencia en los asuntos internos del país… En 1959 triunfó la Revolución, y entonces ensayaron de todo para derrocarla: bloqueo, invasión mercenaria, amenaza nuclear, guerra bacteriológica, intento de asesinar sus líderes, terrorismo… Como consecuencia de actos terroristas, miles de cubanos murieron o quedaron con secuelas permanentes; mientras el bloqueo económico, comercial y financiero impuesto por más de medio siglo ha provocado, y aún sigue provocando sufrimientos a nuestro pueblo.

Recientemente el presidente Obama nos llamó a olvidar esta historia. Lo paradójico es que pocos minutos antes, en ese propio discurso, reconoció que Cuba “es una pequeña nación que ha hecho valer sus derechos, se ha puesto de pie ante el mundo”.

Como es natural, lo mismo que a muchos cubanos me molestó esa pretensión. Sin embargo, poco después recordé la anécdota que sobre Calixto García relato en el arranque de este artículo, y entonces lo dicho por Obama me llenó de legítimo orgullo. Veamos, en el fondo de todo nos estaba diciendo: Cubanos, como no hemos podido derrotar su historia, ni desacreditarla ante el mundo, háganlo ustedes mismos. Renuncien a sus derechos y pónganse de rodillas.

Otra vez la misma mezcla de despecho y soberbia ante la fortaleza moral de nuestro pueblo; pero, hasta donde he podido averiguar, era la primera vez en la historia que un imperio parecía estar pidiendo que no hicieran quedar mal su aparente mesianismo.