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Cuando los de abajo se odian: La lógica del racismo

Protestas en Minnesota. Foto: Rogelio V. Solis/ AP

Protestas en Minnesota. Foto: Rogelio V. Solis/ AP

El dinero de un blanco vale lo mismo que el dinero de un negro, el de un traficante de drogas vale lo mismo que el de una viuda que se prostituye para criar a sus hijos. Sólo esa lógica podría probar que el capital es amoral y no se le podría atribuir la promoción de, por ejemplo, el racismo. ¿Por qué, entonces, las sociedades capitalistas más avanzadas han sido, a lo largo de los siglos, brutalmente racistas?

Desde mucho antes de la fundación de Estados Unidos, los colonos ingleses en América del Norte administraban las relaciones sexuales entre los negros esclavos. Por lo general, no les convenía una esclava embarazada como hoy no le conviene a las empresas la misma ocurrencia entre sus empleadas mujeres. Cuando los esclavos tenían hijos, con frecuencia eran separados de sus familias. Las emociones humanas nunca fueron productivas hasta la Era de la propaganda y el consumo en el siglo XX.

Para la gente de bien de la época (los propietarios, gente con responsabilidades, las únicas que luego podrán votar y ser elegidas) la promiscuidad de la gente bruta era un pecado inaceptable: los nativos americanos no estaban obsesionados con la virginidad femenina y el sexo no sólo era un acontecimiento frecuente entre los negros sino también entre los negros y los blancos pobres, entre los blancos y los negros y los indígenas que recibían a los fugados del otro lado de los Apalaches. Entre los pobres de la época y entre parte de la clase media, el racismo no era un principio fundamental ni era todavía una recomendación patriótica de Dios.

Para solucionar el problema se establecieron leyes prohibiendo el matrimonio y hasta el ocasional contacto interracial entre los pobres. Pero como las leyes nunca son suficientes, se implementaron políticas que terminaron por reforzar una cultura que, con el tiempo, se convirtió en parte de “la naturaleza humana”.

A principios del siglo XVIII, los gobernantes de las colonias promovieron el odio entre los colores (las diferencias más superficiales pero más visibles) para evitar que el descontento del abuso de clases uniera a blancos pobres, negros esclavos e indios despojados en una revuelta mayor a las que se habían producido con anterioridad, exitosamente abortadas por la fuerza de las armas. En 1758, el gobernador de Carolina del Sur, James Glen, reconoció (o más bien se vanaglorió) que siempre había sido una de sus políticas “crear en los indios una fuerte aversión hacia los negros”. Una de esas formas fue enviando milicias de esclavos para combatir a los indios. Algunos negros desertaron y se refugiaron en entre los indios, se casaron y tuvieron hijos. Pero los astutos gobernantes encontraron la forma de amenazar o corromper a algunos indios ofreciéndoles beneficios a cambio de la entrega de los fugados. Como en América latina, la corrupción fue por siglos una expresión del poder desequilibrado: los poderosos se corrompían por ambición y los despojados se corrompían por necesidad. Esa dinámica persiste hoy atrapada en la simplificación estratégica del lenguaje que pone, en una eterna relación de simbiosis a abusadores y a abusados bajo una misma etiqueta: corruptos.

El sexo entre una blanca y un negro era un pecado mayor (por la misma razón y dinámica entre lo deseado y lo prohibido, entre el poder que domina y se rompe simbólicamente para renovarse, actualmente es un negocio de la pornografía). Cuando un blanco tenía un hijo con una negra, el castigo consistía en enviar al vástago híbrido con el resto de los negros, de forma que la pureza blanca siempre se mantuvo en grados deseables, razón por la cual actualmente cualquier estudio genético revela que los negros estadounidenses tienen una gran proporción de genes europeos, en algunos casos un treinta o cuarenta por ciento, mientras que los blancos prácticamente no muestran trazas de genes africanos. Menos comunes fueron casos como el de los hijos que Thomas Jefferson tuvo con su joven esclava, una mulata de nombre Sally (“tres cuartas partes europea”, hija de otra escava con John Wayles, el suegro de Jefferson), que recibieron la libertad siendo cada uno “siete de ocho partes blancos”. Conceptos similares de fracciones humanas habían sido recogidos por la constitución, cuando se reconoció que un negro valía tres quintos de un blanco en términos electorales; aunque, obviamente, no votaban, más esclavos conferían más poder democrático a sus amos por la lógica de la propiedad privada.

Un siglo antes de que Estados Unidos lograra la independencia, en muchas colonias los indios y los negros superaban en número a los blancos, por lo cual los gobernantes debieron aprobar leyes para controlar esta peligrosa desproporción. Inglaterra no sólo enviaba sus reos a Australia sino a América también, los cuales en muchos casos participaron en revueltas junto con los negros y con la misma frecuencia fueron indultados por el color de su piel. Algunos se convirtieron en supervisores de esclavos, cuando se les exigió a las plantaciones tener al menos un blanco por cada seis trabajadores negros para evitar más desórdenes que amenazaran la paz y el progreso de aquella sociedad tan próspera.

En las colonias del sur, los blancos representaban un quinto de la población y entre ellos la mayoría eran pobres o esclavos que la pobreza en Europa había obligado a venderse por cinco o nueve años, aunque la mayoría no alcanzaba a pagar por su libertad porque morían enfermos o se suicidaban antes. El actual presidente de Estados Unidos, Barack Hussein Obama es descendientes de esclavos, no por su padre negro (que conoció a la madre de Obama cuando en Estados Unidos la unión interracial era ilegal en la mayoría de los estados y se consideraba cosa de comunistas), sino por parte de su madre blanca. Obama es considerado el primer presidente negro de este país, consecuente con una historia de siglos, a pesar que a juzgar por sus familias es tan blanco como negro.

Si miramos a nuestro alrededor nos daremos cuenta que estamos hechos de siglos de historia, nos guste o no, lo sepamos o no. Pero siempre es mejor saberlo. Como es tradición, desde las guerras religiosas de la Edad Media hasta las guerras del último siglo, los pueblos viven las pasiones y otros muchos menos viven los beneficios. Como en el fútbol, pero menos divertido y mucho más trágico.

El dinero es una abstracción sin moral, pero deja de ser neutral apenas representa al poder de turno. El odio tiene sus beneficios económicos, porque es un instrumento infalible de una de las necesidades básicas del poder: la división de otro, la fragmentación. El poder sabe que en una democracia decente será dividido y dividido, razón por la cual, para evitar su propia división, se encarga a su vez de dividir, de deshumanizar.

Cuando los problemas provocados por las brutales desigualdades sociales (hoy en Estados Unidos 0,2 por ciento de la población posee lo mismo que el 90 por ciento) se llevan a todos sus extremos, nada mejor como ocultarlas y fortalecerlas recurriendo al racismo, una vieja y siempre latente tradición. Cuando los de debajo se pelean por un pedazo de pan, los de arriba festejan con caviar y se preparan para sus caritativas donaciones.

Cada tanto esta lógica se expresa en todas sus formas en personajes caricaturescos como Donald Trump.

(Tomado de Alainet)