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Una llamada en New York (I)

cabezal amaury perez columna cronica de amaury grandeCuando vivía en el Reparto Fontanar, un remedo tercermundista de Beverly Hills, como lo calificó en su momento mi amigo Camilo Egaña, compartíamos patio con patio con una familia a quien siempre adoramos. Nuestros compañeritos de antaño, hijos de dos buenos amigos de mis padres, se llamaban Richard y Jorge. Richard era contemporáneo conmigo y Jorgito con mi hermana Aimée, es decir, nos llevábamos tres años de diferencia. Andábamos siempre juntos los cuatro.

Un terrible día nos enteramos de que aquella entrañable familia había partido a los Estados Unidos. Por esa época mi hermana y yo, con ocho y cinco años respectivamente, no entendíamos el porqué de la ausencia, no sabíamos que era irreversible, de nuestros amados camaradas de juegos y descubrimientos. Con el paso de los años nos fuimos acostumbrando a que los que más queríamos nunca regresarían, y la vida siguió su curso.

En el año 2002 me preparaba para un concierto que ofreceríamos el cantautor argentino Alberto Cortez y yo en el teatro United Palace en el alto Manhattan NYC, y le había rogado a mi esposa que no permitiera que me importunaran con llamadas telefónicas de periodistas, admiradores o mis músicos, pues pretendía bañarme y relajarme un poco. Estaba muy tenso, aunque no era la primera vez que me presentaba en New York. Frente al hotel que ocupábamos habían colocado un póster de la actuación, un póster pequeño porque las entradas no estaban ya a la venta, todas las localidades estaban agotadas semanas antes; sold out le llaman los americanos.

Mientras me secaba sonó el teléfono. Mi esposa contestó y me dijo: “Es un tal Jorgito, amigo tuyo de la infancia”. En un principio no lo recordé, pero luego, como un rayo, me vino a la mente la imagen de mis dos queridos amigos de la niñez y le pregunté, nervioso y agitado, que dónde estaba. Ella me dijo que en el lobby del hotel. No lo podía creer ¿sería el mismo? ¿Cuánto habría cambiado? Cuando aquello debía tener cuarenta y seis años más o menos; hacía siglos que no nos veíamos ni comunicábamos. La cabeza me daba vueltas mientras me vestía atropelladamente. Bajé por las escaleras: mi impaciencia no me permitió esperar el ascensor.

Me encontré a un hombre alto, aún de cabello negro, algo pasado de peso, pero con la misma sonrisa que creí extraviada en los recovecos de mi memoria. Nos fundimos en un largo abrazo. Me dijo que siempre, desde que partieron de Cuba, habían vivido en New Jersey, que sus padres aún resistían el paso del tiempo, que tenían un negocio de joyería y que les iba bien.

Jorgito ni sabía que yo era artista. Me confesó que andaba por esa zona, lo asaltó el póster, e imaginó que aquel Amaury Pérez tenía que ser el mismo de Fontanar.

Como yo no disponía de mucho tiempo pues el show comenzaba en una hora, le pregunté por Richard, su hermano. Agarró el celular, marcó un número y excitado le preguntó a su interlocutor: “¿A que no adivinas a quién tengo en la línea?”, y fue entonces que me pasó a su hermano mayor. “Richard, soy Amaurito”. Yo apenas podía modular la voz de lo emocionado que estaba. Richard hizo un silencio profundo, respiró y solo acertó a decirme: “¿Te acuerdas cuando me tiraste una flecha? Si me dices donde se me clavó, entonces sí eres tú”. “En la frente”, le respondí eufórico. Mis gritos de alegría se escucharon por todo el alto Manhattan .

Conversamos de prisa sobre temas varios: mi carrera, la suya, sus padres, los míos, nuestras familias, los amigos comunes cuyos nombres aún recordaba y de Fontanar, nuestro planeta. De repente me preguntó si me había casado. Le dije que dos veces. El agregó, igual que yo: “¿Y tienes hijos?”, “Sí”, fue mi respuesta. “Igual que yo afirmó él”. “¿Cuántos?”, insistió. “Dos, un varón y una hembra”. “Coño”, me dijo, “Yo también”. ¿Y cómo se llaman?”. “Alan y Ariana”, le respondí, y tomando la iniciativa por primera vez le inquirí. "¿Y a los tuyos cómo les pusiste?”. Entonces el silencio se convirtió en una espada filosa y destellante, y con voz temblorosa me contestó: “Los míos se llaman Amaury y Aimée”.

El celular se me cayó de las manos, los ojos se me cuajaron de lágrimas y salí, sin despedirme de Jorgito, hacia donde me esperaba el carro que me llevaría a la actuación. Mientras cantaba no podía dejar de pensar que esas cosas solo ocurren en Nueva York, y en que el olvido no existe si algo aún palpita en lo profundo de aquellas despedidas que creímos definitivas.

En video, "Cuando uno ama una ciudad que no es la suya", de Amaury Pérez

https://www.youtube.com/watch?v=XrgZLTqbrcA