- Cubadebate - http://www.cubadebate.cu -

El oído a la tierra

Entre los propósitos de las calumnias sistemáticamente lanzadas contra Cuba por los enemigos de su Revolución puede estimarse que ha estado no solo desprestigiarla, sino también que ella se acostumbre a ser blanco de mentiras. De ese modo puede acabar autoanestesiándose y menospreciar la importancia que tendría responder puntualmente los insultos, o atenderlos siquiera. Aburrido por lo menos sería darse a desmontar engendros como la acusación de mantener prohibido el rock cuando en el país —lo recordó una buena respuesta de Cubainformación— se organizan cada año trece festivales de esa expresión musical.

Los artífices de las calumnias no necesitan asideros para inventarlas, pero magnifican y capitalizan al máximo las torpezas en que Cuba pueda haber incurrido. A otros países se les pasan por alto o se les consideran naturales las desmañas cometidas por algunos de sus dirigentes, o incluso nacidas de la línea cardinal de sus gobiernos, o, dicho de otro modo: del sistema que los rige. En semejante “juego”, a naciones como los Estados Unidos y sus aliados se les toleran crímenes y genocidios.

Contrastando con semejante manera de medir, sean menudas o de mayor envergadura a Cuba no se le perdonan sus impericias, y se da por sentado que no prescriben. Un concierto de los Rolling Stones sirve para dar por válido que el rock sufrió veto hasta la noche misma en que ese grupo actuó en La Habana, y para olvidar el paso por el país, a lo largo de años, de otros cultores de dicha expresión musical. En general, se desconoce la libertad con que desde hace décadas se mueven en Cuba los roqueros nacionales y los visitantes.

Calzadas por el peso que durante décadas han tenido los ataques contra ella, y por la desinformación que a nivel global consiguen los medios dominantes a partir incluso de una sobresaturación noticiosa astutamente manejada —dígase: llena de falsedades—, las confusiones sobre Cuba generan barullos peregrinos. Fuera de su patria un cubano puede toparse con una persona bienintencionada que descarga toda su euforia procubana para decirle cosas como esta: “¡Al fin tenía que aparecer en los Estados Unidos un presidente de origen humilde y africano que se arriesgara a dar pasos decisivos para salvar a Cuba del bloqueo!” Pero suposiciones tales —improntas racistas incluidas, ¡vade retro! — brotan asimismo en el ámbito local.

Con lo dicho, apenas se espigan poquísimos ejemplos recientes de falsedades en torno a la realidad de Cuba. Pudiera afirmarse que, si esta nación se hubiera dedicado nada más a desmentirlas una por una, campaña tras campaña —etapas u oleadas de una misma maniobra que no ha cesado desde el triunfo de su Revolución—, lo más probable sería que no le hubieran quedado ni tiempo ni fuerzas para hacer otra cosa. No habría podido consumar ninguno de los logros que la han erigido en una digna anomalía sistémica dentro de un contexto internacional en que el campo socialista que realmente existió se las tuvo que ver con un capitalismo tan experimentado como carente de escrúpulos, y donde, al desmontarse aquel campo, el imperio actuaría a sus anchas, y tendría recursos para manipular sus propias crisis hasta sacar dividendos de ellas.

Los logros de Cuba, no sus errores, sus torpezas, sus pifias, alguna que otra idiotez —tire la primera piedra la nación que no las haya cometido— son la verdadera causa de la rabia de sus enemigos contra ella. Pero mal andaría el país si adoptase la soberbia de ignorar cuanto se dice acerca de él. Debe tenerlo en cuenta no para complacer a sus enemigos y “cumplir la agenda informativa que ellos le tracen”, sino para estar en guardia lúcida y en capacidad de autosuperación permanente, aunque solo fuera por aquello que un poeta sabio, glosando un ejercicio de retórica apócrifo, sostuvo con respecto al diablo: “Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas”. ¿Para qué, podríamos preguntarnos? Pues, por lo pronto, para dejarlo sin ellas, o hacer todo lo posible para impedir que nos dañe, que nos confunda al vender como razón sus razones, falsas o verdaderas, entreveradas de dosis de verdades y mentiras.

Ni es necesario imaginar dominios infernales para avalar la utilidad del libre ejercicio del pensamiento y la expresión. Un mundo como el actual, manipulado por medios que convierten en juegos de hipocresía y calumnias lo que debería ser el limpio desempeño informativo, no debe llevarnos a meter en el mismo saco de la desfachatez cuanto se diga sobre la realidad. Esa sería otra forma de peligrosa anestesia, aliada de la perpetuación de errores y, por tanto, cómplice factual del imperio y sus alabarderos.

De tanta inmoralidad que los caracteriza, los medios imperantes —recordemos el parentesco entre imperar e imperio, e imperialismo— autorizan a las personas honradas a desentenderse incluso de ellos. Pero nada parecido a tal desconocimiento merece la opinión de un pueblo cuya capacidad de resistencia le ha permitido al país ver que la mayor potencia imperialista se ha visto impulsada —obligada, pudiéramos decir, pero seamos corteses— a cambiar de táctica, no de estrategia, y procurarse la imagen de que está dispuesta a dialogar con los representantes de ese pueblo, de la nación cubana, como entre iguales.

Las opiniones que forman la opinión de ese pueblo —único garante posible de la actitud que la nación cubana debe y necesita seguir manteniendo frente a una potencia que a nadie trata como a igual, ni siquiera a sus aliados— merecen el mayor respeto. Y nunca ese respeto estará bien materializado si no se expresa en la debida atención práctica.

Está a punto de celebrarse —en fechas que rendirán homenaje en su aniversario 55 a la victoria del pueblo cubano en Playa Girón sobre tropas mercenarias al servicio del imperio— el VII Congreso del Partido Comunista de Cuba. No habrán sido pocos los hijos y las hijas de este país que contaban con que a la nueva magna reunión de la organización política que dirige su proceso revolucionario la precedería un proceso ejemplar al que ya estábamos, en el mejor sentido de la palabra, acostumbrados: la discusión masiva, por el pueblo en general, no solo por la militancia, de los documentos rectores.

Esa práctica —que tantos buenos frutos dio, por ejemplo, en ajustes hechos a los lineamientos aprobados en el congreso anterior para regir las transformaciones económicas y sociales emprendidas— se presentía más aconsejable aún, si cabe, que en las anteriores convocatorias. Baste señalar que la próxima reunión partidista, en la cual se aprobará la conceptualización del modelo pensado para resumir guiadoramente dichos lineamientos, dichas transformaciones, será la primera tras el inicio de la llamada normalización de relaciones entre los Estados Unidos y Cuba.

El aplicar aquí a esa normalización en marcha —en marcha inicial, vale precisar— el cauteloso participio llamada, no busca abonar aprensiones hiperestésicas: apunta objetivamente a un proceso marcado por la asimetría. Uno de los dos países ni siquiera ha cumplido —o no ha podido cumplir— la correspondencia elemental en cuanto al nombramiento de su embajador, y ese es el país que, en un camino de voracidad y pretensiones que le viene de su fragua como nación, no de episodios aislados, ha bloqueado al otro, lo ha agredido militarmente y lo ha hecho objeto de actos terroristas, además de usurpar desde hace más de un siglo parte de su territorio, y ahora anuncia desembozadamente un cambio de métodos para conseguir lo que no ha logrado con aquellas prácticas. No procede, pues, hablar de simetría, ni suponer que Cuba —necesitada, por otra parte, de que se levante un bloqueo con el cual el imperio ha buscado estrangularla, y que en lo fundamental sigue vigente— deba tener gestos de reciprocidad con su agresor.

No se deben promover odios estériles, ni propiciar olvidos indignos, convenientes al imperio que sigue promoviendo en el mundo guerras con que calzar sus intereses. Por todo ello es necesario que la población cubana esté cada vez más al día y activa, por todos los caminos dignos posibles, en todo cuanto se vincule con la dirección de su vida. Tampoco se trata de que el plan de normalizar las relaciones diplomáticas entre los dos países sea el único ni el principal motivo para fortalecer en todos los órdenes la democracia participativa que, en coherencia con la sincera democracia que José Martí aspiraba a ver florecer en su patria, viene reclamándose, y mostrándose cada vez más necesaria, hace ya años.

Desde el modestísimo sitio que ocupa como patriota militante en la sociedad de su país, el autor de este artículo se halla entre quienes contaban con que el próximo congreso del Partido Comunista de Cuba tendría también el preámbulo de discusiones, de consultas masivas que tuvieron los otros. Albergó incluso la esperanza de que se atenderían las sugerencias —irreductibles a voces profesionales más o menos sobresalientes o aisladas— de que el foro se pospusiera para dar espacio a ese preámbulo.

Ya parce evidente que eso no ocurrirá. Por ello el articulista estima que lo mejor que se puede y se debe esperar es la comprobación —en los hechos, no solo en dictámenes emitidos sobre el tema— de que la decisión, a su juicio tan administrativa como política, de posponer el proceso de discusiones a la celebración del congreso, ha sido acertada. Pero ya entonces se habrán dado aprobaciones con validez calculada para al menos algunos lustros, cuando a la sociedad cubana no parece que le esté reservado mucho tiempo más para tanteos y experimentos, aunque riesgos siempre será insoslayable correr.

La responsabilidad de dirigentes, militantes de base y pueblo en general —para que de veras el partido sea el pueblo— incluye o ha de incluir propósitos de largo alcance: debe abarcar, quizás sobre todo, que la sociedad cubana quede mejor preparada para que en ella no se den aberraciones que no vale considerar privativas de otras realidades, de otras latitudes, de otras culturas, de contextos donde los partidos llamados a ser comunistas fueron paulatinamente distanciados del pueblo y desmovilizados hasta su aniquilación total.

A Cuba, a su fuerza partidista, a sus instituciones estatales y gubernamentales, a sus organizaciones de masas, a su ciudadanía, les toca cumplir una misión impostergable: impedir que pragmáticos, economicistas, individualistas, corruptos, oportunistas, antisocialistas agazapados y otros especímenes afines —de esos capaces de actuar en la sombra hasta que les llega la ocasión de asaltar el poder o pedazos de él— no encuentren, desde un terreno abonado cuando todavía está en pie y actuante la dirección histórica de la Revolución, caminos, subterfugios, prácticas de que valerse para, en su momento, erigirse como mafias dominantes. Grupúsculos o grupos de semejante índole medrarían en contubernio con poderíos capitalistas que, a la luz de la realidad en marcha, ya no estarían ni tan lejos ni tan identificados como claramente hostiles al afán socialista. Hasta buscan y encuentran vericuetos en el humorismo nacional para venderse como simpáticos y encantadores.

Lo que está en juego no es la validez de medidas más o menos administrativas, sino el destino de la nación, llamada a salvaguardar su dignidad y su soberanía, y la justicia social, y para ello no bastan consignas bien intencionadas: se requieren ideas y prácticas, conceptos y acciones a fondo. Ante la opinión de las masas, o de parte de ellas, no cabe sino recordar el llamamiento que en enero de 2011, en una reunión ampliada del Consejo de Ministros, para erradicar o prevenir actitudes contrarias al pueblo hizo a dirigentes y funcionarios el primer secretario del Partido y presidente de los Consejos de Estado y de Ministros, general de ejército Raúl Castro: mantener "los pies y el oído pegados a la tierra".

(Publicado en el blog del autor: http://luistoledosande.wordpress.com)