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La Gallega

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Anoche, estuve recordando a mi tía política, la esposa de nuestro único tío y madre de mis primos hermanos Alejandro y Eduardo porque pensaba en la primera avalancha que recibimos de “La comunidad cubana en el exterior”. Se llama Isabel, pero todos en la familia, y fuera de ella, le apodamos con cariño La Gallega, por sus orígenes y su ceceo. Es, o era, una rubia bella, simpática y elegante. Hace siglos que no nos vemos. Después de salir de Cuba a finales de los sesenta iniciaron todos un periplo por España, Venezuela y finalmente Miami, donde el tío Tabaré trabaja como productor y dialoguista de las telenovelas de la inmensa Delia Fiallo. Todos, menos los primos, son más viejos que yo. La última vez que los vi fue en Caracas en febrero de 1990.

Mi tío le tenía, o tiene, prohibido a su familia visitar Cuba. Sus motivos tendrá, pero La Gallega, aprovechando un viaje personal a la Isla de Joaquín Riviera (uno de los directores de espectáculos de cabaret más connotados que tuvo Cuba), se apareció en casa a escondidas suyas. Eso tiene que haber sido a finales de los años setenta o principios de los ochenta, no lo logro precisar.

Isabel, compradora compulsiva, acumulaba en sus roperos zapatos, carteras, vestidos, ropa interior, bisutería, abrigos de piel, en fin, mercancía de cualquier índole que, después de usar un par de veces, guardaba en maletas y cajas para, como ella candorosamente repetía cuando alguien le preguntaba el motivo del acopio o si padecía una versión propia y singular del síndrome de Diógenes: “¡Ezzto es por zzi un día vuelvo a ver a la familia de Cuba puezz ellos allá, lozz pobrezz, no tienen nada que ponerzze y ezzto lezz vendrá de maravillazz!”

Recuerdo la inmensa alegría con que la recibimos. Ella casi no recordaba a mis hermanos menores y emitía comentarios enloquecidos a diestra y siniestra. A Aram el hijo más pequeño de Consuelito, le decía exaltada: “¡Tú ezztudia para Minizztro mi vida, porque aquí ezzo ezz lo único que vale!”

Cuando llegó la hora de repartir la “pacotilla” el ambiente se tornó divertido, porque mami, mis hermanos y yo nos revolcamos de la risa con las cosas que nos había traído La Gallega. A nadie le servía nada, en los horribles —por pintorescos—, zapatos de uso que generosamente les regalaba a mi madre y mis hermanas no cabía el pie de ninguna: unos eran más pequeños y otros inmensos. Estoy convencido que pensaba, con cariño —no la estoy descalificando—, que nuestra familia era la receptora perfecta de sus afanes comunitarios. Los abrigos eran para el invierno de Alaska, y los guantes, ¡porque también trajo guantes!, para un leñador del ártico.

A mí, que fui el último en recibir “los obsequios”, me trajo nada más y nada menos que ¡una falda escocesa!, diciéndome: “¡Amaurito, ezzto se está uzzando mucho en Europa!” Yo le pregunté, mientras me ponía aquella saya escocesa de cuadros y apretando los labios: “¿Tía y no me trajiste la gaita?”, pregunta de la que no recibí respuesta.

Sí hubo un detalle que no pasé por alto. Mi madre me dijo: “¡Amaurito, mira esto!”, y me alcanzó un par de zapatos de piel de serpiente mal escamada, marrones, muy caminados, con unos inexpresivos ojitos plásticos cerca del empeine en los que, en mi afiebrada imaginación, creí advertir un asomo de vida. Me los quedé divertido, los guardé con delicadeza en el closet y cada día, les ponía comida, moscas moribundas incluidas, agua y café con leche provocando las carcajadas de mis amigos. Mi madre no podía contener la risa y preguntaba por ellos cada día. No creo que las serpientes tomen café con leche, pero los zapatos empezaron a cobrar vida, o al menos eso llegué a creer, por el shock alimenticio que recibieron. Los cuidé, los limpié del polvo con asiduidad, y se convirtieron en parte de mi vida como si fueran dos mascotas, una derecha y otra izquierda, con las que esperaba hasta tener crías.

Cuando la tía casi marchaba rumbo al aeropuerto se los entregué diciéndole: “Tía ya te crié los lagartos que nos trajiste. Ahora, cuando regreses, devuélvelos libres a los Everglades de Florida, de donde nunca debieron haber salido."

La Gallega no entendió nada quizás por eso no he tenido noticias suyas, ni de mi “entrañable” familia de reptiles jamás. Debió pensar que había enloquecido.

¿Estaría equivocada?

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