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Bailando con Margot en ocho capítulos

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El sueño

Imaginemos esta sala de cine, un espacio donde han de primar los preceptos de la cultura, la sociedad y el pensamiento humanista. En su antesala el impostergable civismo, la honda palabra, el necesario encuentro de los que desean aprender de sus trampas. Al fondo, donde todo está por ocurrir, las luces en penumbras, la ausencia de los ruidos insulsos que truncan las virtudes de sus claros firmamentos.

Nos hemos sentado en una luneta posible, tal vez alcanzamos a ocupar la más deseada. En unos pocos segundos de nada el silencio lo toma todo. En ese preciso instante se escuchan los primeros sonidos, las primeras notas de luz a manera de preámbulo. Después viene la fascinación, el estremecerse ante una puesta excepcional, el sentir o entender cada parlamento, cada encuadre fotográfico.

La pantalla nos pinta rostros gratinados, agrestes escenarios naturales, ciudades sin puertas y aguaceros, personajes de estaturas dramatúrgicas. Tras ese encuentro comienza una historia, muchas historias casi siempre conexas. Cuando el tiempo aploma sucumbe el conjuro y tras el arte final se asoman los créditos, con ella la banda sonora que nos anuncia la ruptura del hechizo.

Al dejar ese mítico lugar empiezan los diálogos cruzados, las notas al margen o los posibles acertijos de un texto que nos debe invitar a pensar desde el divertimento. O al menos esa ha de ser su pretendida fortaleza, su más enconado empeño.

A eso nos convoca el cine, a disfrutar de sus hechizos, de sus erguidas alegorías. Somos los siempre invitados a traspasar sus puertas y ventanas, a degustar de los iconos de una gran tela, que en otras geografías se asoma digital. Pasa lo esperado, le abraza la luz tejiendo el simulacro que muchas veces es verdad.

La parábola

Esta es la parábola de un sueño incumplido en Bailando con Margot, filme del realizador cubano Arturo Santana. El cineasta no consigue materializar los preceptos que la historia del cine ha edificado por más de cien años. Emocionar, narrar una acabada historia, erigir autenticidad en los personajes, atraparnos sin remedio.

Abordo esta ruta crítica partiendo de tres de los pilares que distinguen al cine, irremplazables en toda obra dramatúrgica: el personaje, la acción y el conflicto. Una triada que, en ingeniosa soldadura, forja el vuelo que debe surcar todo relato cinematográfico.

Los personajes

La primera aparición de un actor en este texto fílmico es la de Edwin Fernández. Interpreta a un detective que tras un posterior encuentro con su empleador asume el encargo de investigar el robo de un cuadro, La niña de las cañas, de Leopoldo Romañach (Cuba, 1862–1951).

Una llamada de teléfono, un dormir interrumpido, una escena fotocopiada muchas veces en otros filmes, resulta “ingeniosa”. Tras el preámbulo, el detective irrumpe en la casa de la aristocrática viuda Margot de Zarate y empiezan las primeras pesquisas, las preguntas de rigor a puro estilo Humphrey Bogart.

Amerita una precisión estética. Le asiste al cineasta Arturo Santana el derecho a tomar de los estilos interpretativos del gran actor norteamericano que encumbró el cine negro, a rubricar en su filme una suerte de homenaje si era su intención, hacerle un giño. Sin embargo, el desarrollo actoral de Edwin Fernández en esta cinta resulta poco convincente, más bien pintada de tópicos.

Linealidad, escasos vuelos histriónicos, contenidos movimientos escénicos en puntos climáticos de sus interpretaciones. Encartonadas gestualidades, más bien desdibujadas, son subrayados que desmeritan su labor.

El dibujo de Rafa (el detective) es pobre. Precarios en matices sicológicos y requeridos rasgos de personalidad, nos conducen a cartografiarlo como un actor predecible. Probablemente, el espectador tomará referencias de otras obras, de otras piezas fílmicas del género para justificar este argumento. Pero, la construcción del detective es vital en este filme, pues el personaje pulsa la historia, la desgrana desde ese presente más bien pretérito. Por una razón obvia, su presencia es sustantiva.

En ese mismo tempo se enrola Mirtha Ibarra. La actriz asume el rol de la aristocrática viuda. Una mujer madura, “atrapada” en su residencia señorial, recogida entre grandes salones, decoraciones fastuosas y mobiliarios que nos describen su ascendencia social.

La proyección escénica de la experimentada actriz resulta desafortunada, por momentos torpe. Santana, quién también escribió el guión, con esta intérprete vuelve a pecar en capítulos esenciales como el dibujo de la personalidad o los requeridos diálogos que potencien su presencia en las escenas. Si toda su labor actoral se desarrolla en un espacio “cerrado” de grandes dimensiones, se ha de contraponer está “limitación” con un estudiado movimiento escénico que contribuya a construir riqueza en la visualidad, a no repetir poses  o movimientos del personaje en el contexto y en el tiempo en que aparece en el filme.

Vale hacer un paréntesis sobre esta idea. Los personajes construidos por cualidades se moldean según un conjunto de rasgos de personalidades, de atributos psicológicos que le singularizan, sin despreciar los rasgos físicos. Esto último es algo que debió tomar muy en cuenta el director de esta puesta fílmica por una razón jerárquica: construir autenticidad.

En su progresión actoral, los intérpretes encaran un conjunto de acciones, de transformaciones conjugadas en una representación generalmente antropomórfica. Esta cobra sentido y significaciones en la medida en que evolucionan los personajes, los actores principales o secundarios.

La construcción biográfica de Margot de Zarate debió ser más exhaustiva, desgranando todas y cada una de sus cualidades, configurándolo en el plano fenotípico, psicológico y social. Lo que algunos autores definen como la tridimensionalidad del personaje. ¿Es Mirtha Ibarra la actriz que responde al biotipo de una mujer aristocrática para este personaje? Pienso que no. Obviamente respeto la decisión del realizador de Bailando con Margot. Tan solo me atrevo a sugerir una actriz que responde a esta interrogante, me refiero a Eslinda Núñez, Premio Nacional de Cine 2011.

En los flash back, el actor Niubel Ventura que encarna al joven Esteban, desgrana un personaje construido con notables evoluciones y aciertos escénicos. Un emprendedor que se enfrenta a los derroteros de un guión que exige de fuerza física y variados acentos. Sabe aprovechar los recursos que le entrega el director, los matices de su maquillaje, los elementos de utilería que le acompañan como parte de esa esperada recreación de época acotada en varios períodos, cuya apertura es el año 1918.

La nota descollante en este apartado del filme ha sido la otra Margot, la joven Yenisei Soria. Su experiencia la ha construido en el teatro como integrante de las agrupaciones Origami Teatro, Teatro de la Luna y Mefisto Teatro. Tuvo también a su cargo un personaje en la pieza Bent, del inglés Stephen Bailey. El teatro, para muchos actores y dramaturgos, es la necesaria ruta por la que ha de transitar todo intérprete. A la actriz le ha permitido solidificar sus proyecciones escénicas, sus capacidades actorales o los requerimientos de la acción. Y en esta pieza exhibe un gran registro que le permitirá encarar otros roles, otros retos.

Con denotada profesionalidad moldea las motivaciones, las intenciones y los objetivos de su personaje. Entronca muy bien su desarrollo escénico ante las condiciones sociales en las que se desenvuelve la joven Margot, edificando la requerida veracidad y el carácter gradual de la modificación (obligatoria) del personaje. Sin lugar a dudas, imprime un acertado dinamismo ante los disímiles sucesos que le toca asumir.

La acción

Dentro del diseño del guión, las acciones, por lo general, se materializan en ciclos estructurados por una exposición, un ascenso, un momento de choque y un clímax. La obvia progresión, el necesario ritmo, la causalidad como recurso narrativo y las tensiones que regulan su intensidad, son parte de ese dibujo esencial para tener atrapado al lector fílmico. Este reconocido esquema no entra en contradicción con la intuición del autor cinematográfico que asume ciertos riesgos en la escritura de su historia.

En Bailando con Margot, no está logrado este capítulo: escenas de acción que dejan un sabor a puesta de novato, pretextos pobremente construidos para la legitimación de las escenas, apropiaciones de recursos ya manidos en el cine policiaco. Todo ello para solventar actos tejidos con hilos y agujas de poco calado. Son algunos de los apartados que debiera tomar en cuenta el director y guionista de este filme para futuros proyectos. Llamada de atención que le hago al realizador, sin ignorar que ha asumido su opera prima en un largometraje de ficción.

El conflicto

Cerrando esta triada que caracteriza al guión, aparece el conflicto. Un término conceptualizado por la dramaturgia como la oposición de fuerzas contrarias, de voluntades y obstáculos. Su intensidad, su cuidado equilibrio, la estudiada aritmética en cuanto a sus posibilidades de permanencia en el desarrollo de la obra, son parte de los subrayados, atendiendo a la naturaleza narrativa del texto y a las intencionalidades del autor fílmico.

Es una osadía de Santana mezclar varios géneros en una sola puesta fílmica, algo que celebro por su cuidado equilibrio y sus acabadas texturas de identidad, de signos distintivos. Esas mezclas cinematográficas fortalecen a la obra. Pero, el conflicto, o los varios conflictos que emergen en la pieza no están construidos por la fuerza que esta exige para atrapar al espectador.

Sin pretender revelar el último capítulo de Bailando con Margot, subrayo que resulta infantil la manera en que se proyectan los actores y actrices en la escena de cierre. Los que estábamos en la sala nos quedamos con un sabor insípido ante la resolución de la historia.

Fotografiar con arte

Es justo significar dos especialidades de gran peso en toda pieza de cine, que en esta entrega se complementan con acierto: dirección de fotografía y de arte.

La primera la asume el experimentado Ángel Alderete. El artista se enfrenta a una pieza que le exigió incorporar un amplio abanico de encuadres. Hablo de gestualidades a retratar, de trepidantes movimientos a acompañar o el anclaje de los focos de luz difíciles de desgranar ante los retos de las escenas en exteriores.

Exigen una manera de fotografiar en cada sustantivo espacio, la multiplicidad de géneros confluyen en esta obra, para acentuar lo que los define ante un collage de improntas estéticas. Labor que implica el dominio de los conceptos, el estudio de sus singularidades. En esta puesta están bien logrados.

El creador de este apartado se enfrentó a desiguales escenografías, fotografiadas con rigor desde sus particularidades, alineando los preceptos del arte con los requerimientos historicistas, todas ellas construidas con un vasto abanico de utilerías. Significar también los encuadres y planos que demandan una concepción, una puesta de luz, para acompañar la intencionalidad de la historia, el más sobrio relato.

No se trata solo de dominar las técnicas que son propias de este oficio en las que Alderete es un probado artista. Su descollante oficio le exige una mirada de artesano. El creador no los confirma.

Onelio Larralde se enfrenta a la dirección de arte. Esta cada vez más importante labor en el cine demanda un riguroso estudio, un trabajo de campo atendiendo a las exigencias del guión, a las líneas que marca el hilo dramatúrgico del filme. En este sentido, la complejidad se acentúa debido a evolución retrospectiva de la película por varios períodos de nuestra historia.

El artista se recrea con talento en los disímiles espacios que están bocetados en el guión. Un set de boxeo, las bambalinas de un teatro de coristas, la majestuosa residencia de la aristocrática Margot de Zarate, una casa de citas, el despacho de los detectives privados, los atracaderos portuarios, el proscenio de un teatro vernáculo.

Es muy amplio el abanico que debe rotular Larralde. Cada puesta exige un distingo, un sello de arte, una cuidadosa labor estructural que ha de empastar con las exigencias del guión, con los movimientos escénicos de los protagonistas, actores y figurantes. Su labor creativa es bien fotografiada por Alderete, que supo apropiarse de los signos, detalles, estructuras y conceptos de su compañero de fila para lograr ese deseado todo visual.

La buena música

Géneros genuinamente cubanos como el mambo, el bolero, el danzón o la canción, empastan en Bailando con Margot. Son parte de los signos iconográficos y culturales que contribuyen a contextualizar la obra, a significar nuestra identidad. Pero son también recursos creados por el experimentado compositor, interprete y director de orquesta Rembert Egües, quién aporta, en este encargo, nuevos timbres, rítmicas y sonoridades al registro musical del cine cubano.

Sus composiciones son cómplices de la dramaturgia y la estética de una pieza que adsorbe variados acentos. La música del maestro no acompaña como suele decirse. Se integra como parte de los resortes narrativos de una obra donde el arte musical es parte impostergable de todo un cuerpo. La trova tradicional, la música incidental sinfónica contemporánea y otros géneros del pentagrama norteamericano se arropan en esta puesta, que demanda de sus buenos oficios.

El epílogo

La búsqueda de una participación emocional del espectador en el drama, la intensificación de los sentimientos, de las situaciones vividas por los personajes y de la irrupción de los detalles significativos; la jerarquización de los acontecimientos que constituyen la historia previa y, sobre todo, la creación de una curva dramática, referida no sólo al discurso, sino también a la disposición general de la historia, son las claves ausentes en esta producción.

Se impone cerrar con una pregunta. ¿Qué presupuestos estéticos estimularon al ICAIC para apostar por Bailando con Margot?

(Tomado de: http://www.lajiribilla.cu)