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Ciencias y creencias

Las creencias de los seres humanos son intrínsecas a nuestra propia existencia. Creemos en todo aquello en lo que queremos y consideramos adecuado creer. Para creer en algo basta con desear hacerlo, no se requiere demostración independiente alguna. Los amores, por ejemplo, suelen ser buenos modelos de creencias. Nos enamoramos de una posible pareja y nos parece perfecta. O casi. El amor se suele aceptar sin demostraciones previas que indiquen su veracidad porque prima el deseo y la creencia.

Una característica definitoria de las creencias es que se constituyen como un patrimonio personal. Son válidas y lo seguirán siendo porque responden a la libertad individual de una persona para dedicar su interés o atención a aquello en lo que cree. Eso es también algo que para muchos convierte a las creencias en pasiones. Una creencia no tiene que ser compartida por todos, o al menos no compartirse de la misma forma. Aquí el amor carnal nos vuelve a ayudar como paradigma de creencia: dentro de nuestros patrones culturales los amores no se suelen compartir, al menos en los sentimientos. La devoción por la pareja que sea objeto de nuestro amor, o por el dios o los dioses que nos resulten cercanos, o por las ideas que consideramos más correctas según nuestros propios principios, es tan válida como nuestro derecho a profesarla. Esto siempre que se limite a nuestros intereses, exclusivamente, y no se vulnere los de otros que tienen sus propios derechos.

No obstante, el avance de la civilización ha ido requiriendo que muchas creencias dejen de ser un atributo de libertad de decisión o sentimientos personales y se conviertan en patrimonio de todos. Esto es importante en muchos aspectos, sobre todo aquéllos en los que un colectivo o sociedad humana está en juego. La Segunda Ley de Newton es un postulado que se ha demostrado por la experiencia práctica de todos, en todas partes, en nuestras escalas de espacio y tiempo. Se puede creer en ella sin reservas porque su demostración es común a cualquier individuo y por ello es verificable independientemente de quien lo haga y donde se haga. Esto es lo que identifica a las ciencias con respecto a las creencias. Se puede tener pasión o no por las leyes científicas comprobadas, pero nadie puede negarlas.

La ciencia ha ido creando mecanismos irrenunciables para ser confiable por todos. En primerísimo lugar todo hallazgo científico debe ser público, aunque en algunos casos el universo de los que lo conocen deba ser limitado, al menos temporalmente. Si no se hace público, mediante un soporte informativo permanente y comprobable en el tiempo, carece de sentido, porque no pasa de ser una veleidad individual aunque fuera cierta. Y si es cierta y se queda en la mente del que lo dedujo o encontró, la humanidad pierde una oportunidad, como tantas que se perdieron antes de que los hallazgos se publicaran. ¿Es imaginable cuantas veces se descubrió la forma de hacer fuego? ¿O cuantas veces se inventó la rueda por nuestros ancestros? En aquellas épocas las informaciones no quedaban grabadas en soportes escritos, al alcance de otros, sino que el hombre usaba sus cualidades físicas de poder hablar un lenguaje y entenderlo para trasmitirlos de unos individuos a otros, en forma presencial.  Por eso la ciencia moderna ha hecho de la publicación de sus resultados un requisito de validez.

Una importante característica de la ciencia ya la hemos insinuado: una verdad científica debe poderse verificar independientemente del que la encontró por vez primera y la publicó. Para ello, el anuncio de un nuevo descubrimiento que sea merecedor de la confianza de otro ser humano debe publicarse con la suficiente claridad y detalle como para que otras personas, sin interactuar con el autor original, puedan encontrarla igualmente o reproducirla por si mismas.

Por supuesto que la ciencia también tiene espacios para lo no demostrado, aunque pueda ser demostrable. No siempre los fenómenos pueden ser explicados en su primera aproximación. Si un científico imagina o cree que algo puede ser cierto sin demostrarlo, debe hacerlo público indicando los indicios que conducen sus creencias en esa hipótesis, pero declarando sin  ambages que es una creencia inducida por ciertos indicios confiables y no una verdad científica comprobada. Muchas teorías se han postulado sin una demostración inmediata pero con una fundamentación correcta. Se han aceptado como tales, como hipótesis o teorías. En muchísimos casos, como es el de la famosa Teoría de la Relatividad, fue así y después se comprobaron para bien, aunque también para mal. Muchas propuestas de Einstein, todavía un siglo después, están encontrando confirmaciones.

En el campo del bienestar físico y emocional de las personas existe mucha ciencia y también muchas creencias. La ciencia verdadera es de alta confiabilidad por todos, bien hecha y demostrada. Las creencias suelen mostrar o aparentar efectividad hasta para sanar enfermedades si se confía individualmente en ellas. Una de las razones radica en que 3500 millones de años de evolución de la vida sobre la tierra han conducido a un sistema muy complejo como el cuerpo humano vivo, cuyos detalles solo se están empezando a conocer por la ciencia. Entre ellos está nuestra capacidad de resolver por nosotros mismos muchos desarreglos que suelen llamarse enfermedades. Esta capacidad parece activarse de muchas formas y puede que también gracias a nuestra voluntad. Para muchos, este es el llamado “efecto placebo” o el autoremedio inconsciente del problema.

Los químicos saben bien que cualquier sustancia disuelta en un líquido suele disminuir la exposición de sus propiedades en la medida en la que su concentración es menor. Un vaso de agua salada es cada vez menos salado mientras más agua pura se le añade. Esta es una verdad científica y comprobable por científicos y no científicos, por químicos y no químicos, en todas partes. También se ha demostrado y es fácilmente demostrable que el agua está constituida por un conjunto muy numeroso de moléculas con la composición H2O, un núcleo del elemento oxígeno y dos del hidrógeno. En su perpetuo movimiento estas partículas muy pequeñas se ordenan entre ellas según sus características y las afinidades que puedan tener con otras moléculas de otras sustancias disueltas. El escenario de estos hechos se encuentra en escalas nanoscópicas (millonésimas de milímetros) del espacio. Existen muchos procedimientos experimentales y reproducibles que muestran esto como una verdad científica, indiscutible hoy en día. Consecuentemente, si la probabilidad de encontrar sustancias (como la sal o moléculas de cualquier tipo) disueltas en el agua se acerca cada vez más a ser nula en la medida en la que se adiciona más agua pura a una disolución, igualmente se tenderá a ser nula la posibilidad de acción de cualquier otra sustancia disuelta, porque irremediablemente al aparecer más moléculas de agua las reemplazarán e interactuaran entre ellas como lo que son: moléculas de agua. Hasta aquí un simple y demostrable hecho científico.

Nos referiremos como ejemplo de relación de la ciencia con las creencias a una serie de procedimientos que se suelen denominar con una palabra ciertamente llamativa: homeopatía. Lo esencial de ellos se basa en una doctrina que data del siglo XVIII en Europa acerca de que lo “similar cura lo similar”. Esto se suele traducis en que una sustancia que causa los síntomas de una enfermedad en personas sanas deberá sanar los mismos síntomas en los enfermos. Aunque este razonamiento pueda haber sido inducido por algunos hechos aislados, y hasta pueda resultar elegante, no existe documento alguno en toda la literatura científica que reporte su demostración científica y reproducible independientemente, como testimonio de su veracidad. Por lo tanto esta doctrina entra en el campo de las creencias, no de la ciencia.

Los remedios de esta doctrina se preparan mediante la llamada “dilución homeopática” que implica la adición sucesiva de alcohol o agua a soluciones de la sustancia seleccionada, seguida por golpes sistemáticos del frasco contra un cuerpo elástico. Sus reglas de preparación usuales indican que se debe seguir diluyendo hasta el punto en que prácticamente no queden moléculas de la sustancia original, sino del disolvente. La selección de las sustancias sometidas a tales procedimientos se realiza por parte de los practicantes. Se hipotetiza que el disolvente mantiene la “memoria” de la sustancia que estaba disuelta en él y que gracias a eso se cura la dolencia con un mínimo o nada de influencia de sustancias extrañas.

Si una persona que inspira confianza afirma que una cierta sustancia manifiesta sus propiedades curativas cuando una disolución de la misma se hace más diluida y se golpea, y algún aquejado de una enfermedad logra sanarse previa utilización de tal disolución, eso puede generar una creencia circunstancial. La acción de las impredecibles capacidades humanas de autosanación así como todos los factores ambientales que actúan sobre un paciente en el proceso de una enfermedad impiden establecer una relación confiable entre el uso de la mencionada solución ultradiluida y la curación para casos aislados. Para ser ciencia se requeriría que las curaciones se evaluaran con procedimientos estadísticos adecuadamente diseñados para identificar la acción del remedio entre todos los demás factores. “Una golondrina no hace verano”, dice un refrán popular que se basa en leyes estadísticas irrefutables y comprobadas.

Es obvio que el derecho de cada persona de creer lo que estime impide censurar a los que escojan este tipo de sanaciones no comprobadas, así como otras tantas basadas estrictamente en las creencias. Y si además consideran que han obtenido el deseado bienestar y felicidad individual gracias a estas prácticas, merecen al menos una aceptación. Lo censurable es que las personas que promuevan estas ideas y procedimientos usen recursos ajenos para ello, o para su lucro personal, o que influyan para que los enfermos dejen de acceder a los procedimientos científicamente probados por usar estas riesgosas curaciones alternativas en casos graves, donde la vida del paciente esté en juego.

El camino para mejorar al ser humano ha pasado siempre por aumentar su cultura. Cuando se conoce más se es más libre, se decide mejor, se evitan errores costosos. Intentar atacar las creencias de nuestros congéneres suele ser estéril y hasta contraproductivo. Ya hemos mencionado que las creencias se pueden convertir en pasiones y casi siempre llegan a ser parte de la identidad que las personas reconocen en sí mismas. Si se ataca una creencia de alguien se puede considerar como un ataque a la identidad de esa persona y no se suele tolerar, provocando reacciones imprevisibles. Por otra parte, en la mayoría de los casos se observa que el ataque a las creencias las reafirma en los que las profesan.

La vía de perfeccionar nuestras conciencias debería ir más cerca del conocimiento y apropiación de la ciencia moderna que de las creencias y eso solo se adquiere con aprendizaje responsable de todo lo comprobado y aceptado científicamente, con respeto ajeno y sobre todo con la promoción social de todo lo confiable y honrado. Y, ¿por qué no?, alentando también la creencia en el amor y en las ideas de justicia para todos, y también la tolerancia con todo aquello que haga feliz a las personas individualmente, sin afectar a su entorno ni a su prójimo.

(Publicado originalmente en la revista digital “Encuentro con la Química”)