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De los idiomas y la necesidad de aprenderlos

El inglés no es el idioma oficial de los Estados Unidos. Foto: Think Stock

Foto: Think Stock

Omar Olazábal Rodríguez

Hace muchos años me tocó viajar con una pareja muy agradable y humilde. No recuerdo el nombre de ellos, pero la esposa de mi colega era muy dicharachera.  Nos encomendaron trabajar durante un tiempo juntos en Yemen. El viaje fue extenso, pues hicimos escala en Berlín, después Moscú, pasando por Chipre hasta llegar a nuestro destino. En cada lugar, como es normal, debíamos comunicarnos para poder salir del aeropuerto o alimentarnos durante el tránsito. Cuando arribamos a Adén, no había nadie esperando. Tuve que pedir que llamaran a la Embajada hasta que al fin nos recogieron. Al llegar uno de los funcionarios al aeropuerto, la esposa de mi colega lo primero que soltó fue: ¡Qué trabajo hemos pasado! Señalando hacia mí dijo: Y menos mal que este “chapurrrea” el inglés, sino nos hubiésemos muerto de hambre.

Hoy amanecí releyendo una opinión de una colega sobre el requisito del conocimiento del idioma inglés para nuestros futuros universitarios. Con mucha razón se enumeran en dicho análisis las carencias en los últimos años en ese sentido. Nos enorgullecemos del enorme talento salvado en los últimos 57 años para bien de la ciencia y la cultura en Cuba, y el impacto que esas mujeres y hombres han tenido para el prestigio de nuestra Educación. Pero, ¿cómo hacer mayor ese impacto si muchos no pueden comunicarse con sus colegas de otros países por desconocer uno de los idiomas internacionales?

Una de las angustias más grandes que puede tener alguien es caer en un país extranjero y verse de pronto envuelto en el silencio que acompaña la carencia de comunicación. Al ser nuestro idioma uno de los más difundidos pudiera parecernos que no necesitamos de otros para que se nos entienda. O también puede que confiemos en que en todos lados de pronto encontremos a alguien que nos facilite el intercambio con otras personas. La dependencia en ese sentido no es buena. De ninguna manera.

Pensar que solo la escuela a la que asistimos es la responsable de nuestra desgracia inter-comunicacional en cuanto a idiomas se refiere es un criterio debatible. No estoy negando que la enseñanza de idiomas extranjeros debe estar, de manera obligatoria, en los contenidos desde la enseñanza primaria. Pero no  es ahí donde solamente debemos apoyarnos para que nosotros y nuestros hijos logremos aprender a comunicarnos con nuestros semejantes en otras latitudes.

Desde la casa también podemos influir. En los setenta del pasado siglo tuve la suerte de estudiar mis años de secundaria y preuniversitario en la Lenin, que tenía excelentes laboratorios para la enseñanza de idiomas extranjeros. Allí, en un magnífico salón con tecnología donada por otro país, reforzábamos en un círculo vocacional lo que aprendíamos en el aula. Estaba de moda “Hotel California” de Eagles, y nuestro profesor nos enseñó la letra de esa canción. Pero todos los que asistíamos a esas clases lo hacíamos por nuestra propia voluntad. Habíamos seleccionado esa materia como parte de nuestra enseñanza extracurricular. Y mis padres me apoyaban los fines de semana acompañándome a la Biblioteca Nacional en busca de literatura en idioma inglés.

Siempre digo que  la escuela es base de conocimientos, pero el interés propio por incrementarla es de cada uno. Y en etapas tempranas esa vocación por aprender más debe ser apoyada por los padres. Hay quien se permite pagar a un particular para hacerlo, y somos más los que usamos las variantes, relativamente más económicas, para que los hijos puedan seguir desarrollando sus habilidades comunicacionales en otros idiomas.

Por supuesto, no en todo el país se pueden encontrar esas variantes. Pero donde las haya, hay que aprovecharlas. El conocimiento de otras lenguas indiscutiblemente influye en la facilidad de aprendizaje de todo lo que queramos ser en la vida. Nos permite leer más, comparar textos y abrir espacios en nuestras mentes para los adelantos que día a día nos sorprenden.

Pero cada una de esas cosas exige sacrificios. En mi caso, por ejemplo, hace más de seis años que no tengo domingos libres. Y es que mis hijos están en una de las filiales de la Alianza Francesa. No porque los obligamos, sino porque lo desean. Un solo ejemplo de lo que puede hacerse, a pesar de que la demanda es alta para entrar. Pero solo el pensar cuánto les puede ayudar en el futuro el conocer otro idioma nos hace olvidar que los domingos están en mi casa para eso. Para que sigan aprendiendo.

Esforcémonos un poquito más todos. En medio de las carencias diarias, busquemos la manera de que prenda en nuestros hijos ese afán por aprender más. Exploremos dónde pueden hacerlo. Al final nos lo agradecerán. Porque se darán cuenta que todo el tiempo que utilizaron fue por el bien de ellos mismos. Porque serán más respetados cuando tengan que dirigirse a alguien de otro país, o leer una literatura afín a su especialidad. O, parafraseando a la esposa de mi colega en Yemen, no pasarán trabajo para resolver un problema o ayudar a alguien que lo necesite, en Cuba o en cualquier otro lugar.